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Cultura

El cine y las víctimas morales: “Mother!” y “Detroit”

En Hermosos y malditas, Cultura martes, 24 de octubre de 2017

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Una de las extraordinarias posibilidades que el discurso narrativo (novela, cien, teatro) ofrece frente al análisis científico reside en su aptitud para hacer visible, mejor que cualquier otro arte, el raro desarrollo de la vida. El absurdo, la complejidad existencial del ser, sus delirios y su sufrimiento. Y, a menudo, los materiales de las que está hecha la injusticia.

Desde las primeras décadas del siglo XX, ha correspondido al cine, mejor que a muchas otras expresiones artísticas, hilar una serie de hechos con sentido, capítulos de vida donde las víctimas encuentran una rara posibilidad de redención: historias de seres golpeados, de gritos afónicos, de mujeres sometidas. Es, en lo que me interesa aquí, el relato de la injusticia, de la forma en que nuestra época es capaz de transmitirlo.

Detroit (Kathryn Bigelow, 2017)

Es tanto así que, a menudo, la propia industria del cine (en un extraño fenómeno compensatorio al que, sin embargo, no se la ha terminado de dar nombre) premia no sólo estupendas películas que tienen la cuestión de la injusticia como trasfondo, sino personajes de todo tipo caracterizados por el sufrimiento. Recompensas para la mímesis del esclavo, del minusválido, del preso condenado a la pena de muerte (ese eco del derecho medieval).

Ningún futuro puede reparar lo que les ha ocurrido a los seres humanos que han caído, dejó dicho Max Horkeimer. Y, sin embargo, algo afín al sentimiento de consuelo parece atraparnos cuando se premia la actuación del actor que encarna al ser humano apaleado.

El fenómeno no es tan simple. El cine norteamericano, por ejemplo, ha encontrado la forma de expresar (y hacer comprender a un público más o menos masivo) el terrible destino de un sinnúmero de seres humanos de raza negra, raza esclavizada y preterida, no sólo en el pasado, de 12 años de esclavitud (Steve McQueen, 2013) a Moonlight (Berry Jenkins, 2016).

Mother! (Darren Aronofsky, 2017)

Hoy pueden verse todavía en la pantalla grande dos de las mejores películas de este año, que ya está presto a sacar sus primeras listas of the best: Mother! (Aranofsky, 2017) me parece un ejercicio imprescindible para mantener las posibilidades abiertas del cine, no sólo a los universos simbólicos, sino al riesgo y a la valentía de contar una historia (aquí el Antiguo Testamento, el Dios del cristianismo, el nacimiento de Jesucristo o la creación según la Biblia –un relato más-) de la forma en que su creador (valga la redundancia) ha decidido.

La tensa y coral Detroit (Bigelow, 2017) sobre los disturbios raciales y el terrorífico asesinato de varios jóvenes negros en 1967 a manos de la policía del estado de Michigan, cuenta, a mi juicio, con una de las labores de montaje más impresionantes de los últimos años y es capaz de realizar, a través de un relato durísimo empeñado, como decíamos al empezar, en subrayar la irracionalidad y la violencia azarosa de la vida, el «milagro» cinematográfico por excelencia: hacer que te duelan física y moralmente los golpes que en la ficción se dan.

De ambas, quería destacar dos grandes personajes en los que encuentro la quintaesencia de las víctimas morales: la primera de ellas es la propia Tierra, nuestro mundo, por así decir. Jennifer Lawrence compone en Mother! un personaje femenino desconcertado, primero por la falta de delicadeza de sus dos primeros invitados (Ed Harris como Adán y una estupenda Michel Pfeiffer como Eva, la pecadora), enseguida por la mala educación y los modales cainitas de su plebe, pronto por la agresividad de la gente que llena la casa (la humanidad) y finalmente por sus delirios, guerras y violencia irreversible. Lawrence como la creación, como la Tierra o como la vida misma es, sobre todo, una víctima atónita, sobrepasada, herida de todas las formas posibles, incluso la peor de ellas: ver destrozado el fruto de su propia creación.

Mother! (Darren Aronofsky, 2017)

En Detroit, creo que brilla especialmente, si hablamos de las grandes víctimas morales (junto a la Tierra y la mujer, la raza negra es uno de los sujetos colectivos más abusados de la historia) el personaje del músico Larry Reed interpretado por Algee Smith. Se trata del malogrado cantante de The Dramatics incapaz de volver a actuar para un público del mismo color que los que le mostraron, en una noche de pesadilla racista, el material injusto y asesino del que estaba hecha gran parte de la policía, pero también de la justicia, de la ciudad de Detroit en los años 60 y 70.

Sí, tenía razón el sociólogo de la Escuela de Fráncfort y ningún futuro puede reparar lo que les ha ocurrido a los seres humanos que han caído. Pero esas víctimas, o la imagen que hoy nos llega de esas víctimas, nos abren los ojos para ver cómo éstas (Africa, los inmigrantes, los refugiados, la mujer, el propio planeta convertido en un horno microondas para deleite de los especuladores del suelo del hemisferio norte) siguen cayendo entre nosotros cada día.

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