El cine es un viaje. Salir de sí mismos, viajar al interior de sí mismos, emprender una aventura sin conocer el destino, eso hemos hecho en la Berlinale.
A veces el cine es también un viaje para sus protagonistas, aunque no se trate de una road movie sino de un homenaje a un gran artista, de una partida tras un encuentro, o de una peripecia terrestre de una criatura celestial. La Berlinale ha ofrecido estos últimos días algunas historias de periplos, internos y externos.
Y con resultados diversos, de más está decirlo. Incluso dentro de una misma película, como la irregular Ten no chasuke (Chasuke’s Journey) del japonés Sabu, con momentos inspiradísimos que alternan con episodios estirados y repetitivos. La idea de base del último film presentado en la Competición oficial de la Berlinale es original y se presta a graciosas aplicaciones: las vidas de los humanos están siendo escritas constantemente por una serie de guionistas en el cielo, que trabajan para “El Hombre”. El demiurgo exige más vanguardia a sus dramaturgos, cuyas creaciones están en permanente interconexión. Así, un día uno de ellos provoca la muerte de la protagonista de otro guión, de otra vida. En un intento desesperado por salvarla, Chasuke, el “chico del té” de la enorme sala de redacción celeste, baja a la tierra para mezclarse con los hombres e intervenir en su destino. El fértil planteamiento está muy bien desarrollado con una primera parte narrativa y visualmente dinámica e inteligente, pero que luego decae y se banaliza hasta el aburrimiento.
Un viaje real, histórico, es el centro de la más reciente película de Peter Greenaway, muy descriptivamente titulada Eisenstein in Guanajuato. Curiosamente, el cineasta británico, conocido y admirado por su inventividad formal, al abordar al gran maestro ruso de la forma cinematográfica se concentra más bien en aspectos anecdóticos del personaje: Sergei Eisenstein el excéntrico, el payaso, el acomplejado asexual que en México descubrió su homosexualidad. El creador de El acorazado Potemkin y Octubre cambió el cine para siempre. Pero Greenaway se concentra sobre todo en cómo él cambió para siempre durante el viaje del que saldría ¡Que viva México!. La película entretiene de manera general con sus piruetas formales y ciertos momentos cómicos bien logrados. Pero también cansa con su repetición, visual y narrativa, y sobre todo frustra con la limitación con que trata un viaje que, como lo dice explícita y repetidamente, fue una aventura decisiva para uno de los más grandes cineastas de la historia. Y ciertamente no sólo por su despertar sexual.
En la superstición popular, a los viajeros los protege San Cristóbal. El mártir cristiano da su nombre al ganador del premio queer Teddy en la categoría cortometrajes, y competidor en Berlinale Shorts. San Cristóbal del chileno Óscar Zúñiga, establece en menos de media hora la relación entre un joven pescador en un pueblo de provincia, y un viajero de paso por ahí para visitar a su hermana. Las mentalidades no son las mismas en la capital y en un rincón rural, donde la homosexualidad es a menudo sentida como una amenaza. Zúñiga va bordando una trama relativamente simple con pequeños detalles que la van dotando de una humanidad y sensibilidad notables, en gran medida, gracias a la construcción de personajes, en un tiempo limitado, de Antonio Altamirano y Samuel González. La delicadeza narrativa permite, además, integrar naturalmente y por lo tanto eficazmente una fuerte denuncia contra la homofobia.
En San Cristóbal, el viaje está fuera de cuadro: antes y después del relato que se desenvuelve en la pantalla, y en las miradas de sus protagonistas, capaces de ver lejos, más allá de sí mismos.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!