«Me está creciendo pelo por la boca. Soy una versión defectuosa de Rapunzel. Si no cuento esta historia, me voy a ahogar». Así empieza Rebel Girl. Mi vida como feminista punk, la autobiografía de Kathleen Hanna, la vocalista de Bikini Kill que casualmente tengo ahora en mi mesita.
Y yo creo que las tres oraciones iniciales de la cantante de Le Tigre ilustran muy bien la relación de las palabras con la subjetividad:
En primer lugar, las palabras denotan y connotan, producen referentes mentales y esas imágenes (en el sentido del teórico del arte W. J. T. Mitchell), proyecciones de ideas y tropos literarios (hipérboles y metáforas) nos conforman;
Dos: hablar de nosotros –sobre todo si se hace con algo de mala baba, sin victimismo, sin sentimentalización ni moralina– nos reconduce a un relato más general a un tale of tales de referentes, modelos y antimodelos literarios o cinematográficos: (el Rapunzel de Hanna);
En tercer lugar, si no nos contamos nos ahogamos (lo que le pasaba a Kathleen Hanna).
El misógino de Otto Weininger (autor de Sexo y carácter) escribió algo así como que un individuo moral es aquel capaz de escribir en cualquier momento su autobiografía. Eso estuvo bien. En otras cosas, patinó. Un individuo moral no es aquel que lo hace todo bien (siempre he temido que eso sea algo propio de santos y farsantes) sino alguien que puede explicar en un relato por qué actúo como lo hizo, qué dudas, qué conflictos, a qué dilemas se enfrentó.
En la era digital, sin embargo, con la sobrepresencia de pantallas, la nueva velocidad del visionado 1.5, la aceleración sobre cuyos accidentes y percances reflexionó el filósofo parisiense Paul Virilio, el narcisismo de Instagram y el capitalismo de la atención (entre otros factores de distinto peso y naturaleza) parece que el individuo posmoderno (casi ya metamoderno al decir de Jason Ananda Josephson Storm) tiene dificultad para explicarse a sí mismo, para narrarse, para contarse. ¿Se están ahogando los jóvenes? ¿Les faltan palabras y por tanto aire a la generación del calentamiento global?
Esa es solo una de las muchas cuestiones que plantea Sin relato. Atrofia de la capacidad narrativa y la crisis de la subjetividad, el suculento ensayo con la que la psicoanalista y escritora Lola López Mondéjar ha ganado el último premio Anagrama. Hay muchas más, porque el tema no podría ser de mayor actualidad.
A partir de una idea de subjetividad como búsqueda (inacabada, contradictoria) de la construcción creativa del sí mismo (no en el vacío sino a partir de distintas identificaciones), la autora traza un lúcido diagnóstico (en sentido no literal) del presente, de la crisis de la autoconciencia, de la conformidad, de la hiperestimulación, de la uniformidad describiendo un tiempo casi global (el de la ciudadanía acrítica), mientras en otra escala se pregunta, al igual que muchos de nosotros, por qué le cuesta a una generación hablar, comunicarse sincrónicamente y de forma paralela (o conectada) por qué parece tan fácil la manipulación. Hoy, partidos de ultraderecha sin escrúpulos parecen llevárselos de calle con eslóganes vacuos y manidos, las formas de depresión y tristeza no politizada (aquí al decir de Mark Fisher) y la lista de insufribles películas más vistas (explicadas con muletillas «en plan») da ganas de llorar.
Lola López Mondéjar vuelve así a algunos temas de Invulnerables e invertebrados (un repaso crítico a los rasgos anímicos de nuestro tiempo–de la depresión a las nuevas adicciones, de la ansiedad a la fantasía de invulnerabilidad–) y en particular a lo que ya detectó como una suerte de seres carcasa (el término, como antes el recurrente nombre de Fisher, es mío), de invertebrados carentes de eje moral (las expresiones ya son suyas) y por tanto proclives a la manipulación.
Y de la fecundidad de sus hipótesis iniciales –en torno al eje que va del vaciamiento interno al espacio de lo político– da prueba la cantidad de interesantísimos capítulos que integran Sin relato: desde el ocaso del narrador a la precariedad laboral (y la fragmentación de la que hablara el sociólogo de Chicago, Richard Sennet), del deseo mimético de René Girard, a la estultofilia o la pasión por la ignorancia; del mundo digital a las sectas, de la vulnerabilidad interior a los sujetos vacíos o volátiles como hojas al viento del III Reich.
El doble acierto de Sin relato es tanto la oportunidad del tema como el sinnúmero de aristas que ofrece. Hace poco que Donald Trump ganó las elecciones en Estados Unidos con 77.237.942 votos y les juro que he visto fotos de mujeres migrantes abrazando a la bestia naranja como si fuera un oso dormilón, mientras que en un plano micro algunos docentes tenemos miedo de examinar con preguntas de desarrollo (tal es el galimatías léxico, el infierno gramatical, la endemoniada sintaxis que nos solemos encontrar). Muchos padres han tratado de hablar con sus hijos y hay un nuevo tipo de silencio más allá del conocido abismo generacional. Algunos lectores de El Hype habrán tratado de charlar con un adolescente de forma síncrona (presencialmente o por teléfono) sin que la cosa pareciera avanzar, ¿verdad?
Sin relato profundiza desde distintos lugares en algunas de estas expresiones (globales y locales, públicas y familiares) de la crisis de la subjetividad contemporánea y lo hace justamente teniendo al vacío narrativo como eje central: la imposibilidad o al menos la dificultad de hacer de nosotros un relato.
La respuesta como debe ser no viene de una única parcela del conocimiento (porque el conocimiento no está parcelado) y en ella se integran ideas y conceptos de la teoría psicoanalítica, de la sociología, de la filosofía y la literatura.
Destaco la habilidad de la autora para hilar las conexiones que se producen entre los problemas a la hora de pensar, el vaciamiento de mundo interno, la dificultad para narrar nuestra subjetividad y en un plano político la correlativa incapacidad creciente para transformar lo que acontece. Un tipo de pasividad que no es propiamente ni impotencia ni desafección.
El lector especialista disfrutará de los pertinentes ejemplos de experiencia clínica que jalonan el ensayo, otro no versados en el psicoanálisis se detendrán en otro enfoque del saber, tantos hay. Personalmente, llevo años interesado en dos cuestiones sobre las que me ha encantado leer en Sin relato. De un lado, el capitalismo de la vigilancia y su relación con una nueva forma de despiste o desorientación vital epocal («la condición despistada»), de otro, lo que en corrientes curriculares en el tiempo post ANECA y en perdidos espacios de la blogosfera hemos llamado «sociología dramática», una aproximación al comportamiento de los seres humanos desde la imitación, el indeliberado impacto de las ficciones (el bovarismo literario) y la teatralidad de la existencia explorada por sociólogos que describieron la acción social a partir de modelos imitativos (El proceso de civilización, de Norbert Elias), o más específicamente del teatro (La presentación de la persona en la vida cotidiana, de Erving Gofman).
La personalidad hueca (creo que lo hueco es más voluminoso espiritualmente que lo vacío) permite una aproximación en perspectiva al fenómeno de la política de masas y una pertinente crítica a las explicaciones complacientes (la ausencia de responsabilidad individual en el nazismo, zum Beispiel).
La carencia de reflexividad unida al cuidado exterior (culetes en pompa o de perreo, bocas hinchadas, tetas neumáticas, barbas oleaginosas, abdominales al modo de aquel jugador que hacía SIUUU) parece un rasgo del individuo contemporáneo, un rasgo inquietante conectado con el relativismo moral, la crisis de lo intelectual, el desdén por el currículo, el vivero del nihilismo Alt Right, la Ilustración oscura, el efecto Tiktok, el llamado «giro afectivo», lo que Arias Maldonado analizó como «democracia sentimental» poco conectado con un poético campo entre el pensamiento y la estética: fracasar como poeta de la autodescripción personal –la cita es de Nietzsche– es fracasar como ser humano porque significa conformarse con la descripción que de ti hacen los demás.
Acuden, muy bien traídos, clásicos como Hannah Arendt (más La condición humana que Eichmann en Jerusalén) o Günther Anders y nuevos pensadores al estilo de Eric Sadin (habría sido pertinente su La era del individuo tirano, por cierto). Por mi parte, me he acordado del Zelig de Woody Allen, de la ruptura del relato interior del torturado en la fenomenal obra de Richard Rorty Contingencia, ironía y solidaridad, de la nueva victimización, de la literatura de auto-aflicción, de las denuncias anónimas, de las emociones capitalistas de Eva Illouz y de La cultura del narcisismo de Christopher Lasch.
La atrofia de la capacidad narrativa del individuo tardomoderno tiene como correlato, ya a mi juicio, una serie de avanzadillas del lado del algoritmo, el silicio y el experto en neuromarketing. Pienso en la sustitución de la narrativa más convencional por el tutorial YouTube, en el desagradable y manido Power Point, en los textos redactados con ese léxico gastado y esa grisácea estructura y esas conclusiones mortecinas y esa posición moral equidistante de la IA y el Chat GPT, ese par de plagiadores de silicio que nos empeñamos en llamar «inteligentes»; pienso en las ideas que Christian Salmon desarrolló en su Storytelling, la nueva máquina de fabricar historias y formatear las mentes y los usos de la nueva narrativa en la comunicación política, la gestión y el marketing.
Fanatismo, bovarismo (la imitación de un personaje de Flaubert, o lo que antes hizo Cervantes con Quijote y Alonso Quijano con Amadís de Gaula), mímesis, vacío post-Lyotard, gregarismo, psicoanálisis expuesto mejor que los patinazos que yo mismo pegué aquí, algunas zonas de la enfermedad mortal sobre las que escribiera Søren Kierkegaard, banalidad y vacuidad del mal, preguntas y respuestas sobre la identidad y la nueva construcción de la subjetividad, una cuestión compleja, oscura y fundamental. Cabe celebrar que esta inteligente autora arroje con talento y estilo una luz tan actual como interdisciplinar.
Hermosos: crossovers entre la literatura, la filosofía y psicoanálisis.
Malditas: cirugías para perrear.
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