El festival de música indie y electrónica de Burriana (Castellón) cerró sus puertas con sentimientos encontrados y muchos sounders pasados por agua.
El Arenal Sound 2015, que se celebró esta semana pasada, trataba más de sobrevivir que de disfrutar de los artistas que tocaban en los escenarios. También consistía en darle trascendencia al asunto; en convertir cada segundo de sufrimiento y desastre en la anécdota definitiva. La película Project X enmarcó muy bien ese síndrome generacional: ante la debacle, busca refugio en las historias que puedan darle algo de épica al relato a posteriori. La experiencia trató entonces más de pasarse a la tragicomedia que de dejarse llevar por la retahíla de catástrofes hollywoodienses que asolaron los campamentos.
El jueves noche, las lluvias torrenciales habían inundado cientos de tiendas de campaña, obligando a otros tantos asistentes a hacer las maletas y dejar atrás a la que había sido una noche terrible de agua, barro, frío y actuaciones canceladas. No hubo música salvo en el camping A, el más respetado por los charcos, donde un crío de 13 años, hijo del dueño de un puesto de salchipapas y bocadillos, intentaba pasar su reválida para ser cabeza de cartel al año siguiente. A juzgar por el rotundo éxito de asistencia a sus conciertos de madrugada, no cabe descartar que su recién inventado sobrenombre, DJ Gofre, pase a convertirse en un fenómeno de las redes sociales en los próximos días.
Los protocolos de emergencia activados desplazaron a muchos asistentes a polideportivos y centros falleros, pero algunos prefirieron convivir con sapos y porquería acumulada. El éxodo había dejado huecos en los suelos embarrados de los campings, pero iban siempre acompañados por el color de las botellas de cristal vacías, la comida mojada y un halo de resaca que se respiraba entre los que temprano en la mañana ya empezaban a colgar sus pertenencias para dejarse ayudar un poco por el sol. Los del otro cristal siguieron durmiendo.
La previsión meteorológica del viernes prometía lluvias más ligeras y algo de viento, pero nadie estaba preparado (de nuevo) para el huracán que apareció poco más tarde de la medianoche. Como una ola en un estadio de fútbol, los gritos se desplazaban por el camping al ritmo que imponía el viento. Las lonas que cubrían gran parte del descampado para dar sombra a las tiendas pasaron a convertirse en un tsunami de tela que bien cerca estuvo de salir a buscar mejor vida al cielo. Otros objetos, desde sombrillas hasta tiendas enteras, sí volaron aquella noche. Los que disfrutaban de la apacible nocturnidad previa bajo toldos impermeables tuvieron que refugiarse tras los árboles para esquivar heridas, mientras que otros arriesgaron sus vidas a la carrera para salvar el mayor número de vasos, neveras y rones de caña con cola. Antes muertos que sin botellona.
Descartados de nuevo los conciertos, el protagonismo volvió a los campistas, que tiraron de originalidad para sacar sonrisas a los decepcionados. Dj Gofre tuvo de nuevo su merecido protagonismo, pero muchos prefirieron refugiarse bajo las tiendas. No queda descartado un baby boom nacional para abril del año que viene, aunque repartida la tasa de natalidad por los países a los que muchos emigran a finales de mes. En el camping quedaba poco para los menores de 25 que en su mayoría lo poblaban; en el país, nada.
La mañana del sábado, solventada ya la premisa apocalíptica, consistió en recibir el mayor número de retuits a la inspiración. Algunos pedían mensajes de texto al 3403 para ayudar a los refugiados, otros vendían manguitos y canoas, y los más dados a la rutina del Lodazal Sound gritaban ¡Bukake! y ¡Antonio! a la mínima oportunidad. Y para quien se lo pregunte: sí, Antonio no estaba ni durmiendo ni ahogado, sigue de parranda.
La suerte de El señor de las moscas en la que se habían convertido los campings afrontaba entonces su recta final. Las pruebas de sonido salían bien, los charcos se secaban, la comida de los chiringos seguía siendo una auténtica basura y la zona VIP recuperó sus mejores galas, baños inclusive, para dejar entrar a los asistentes a los que peor estómago les había dejado la noche. En el Ciénaga Sound había más zonas en peligro de radioactividad que escenarios en los que bailar.
Pincharon Zedd, Elyella Djs, It & Clown y Space Elephants el sábado por la noche y los sounders abrazaron el éxtasis como quien ve al representante de Zurich Seguros con un avión privado tras pasarse la película de Lo Imposible. Ya no había casi espacio para apaciguar el sueño, pero las fieras quedaron más que amansadas tras la comida. Algunos no podían más, otros trabajaban el lunes y las chicas de Nervo se dedicaron a hacer saltar al último reducto de supervivientes. Los que llegaron a Zombie Kids al amanecer eran, o supermanes o magna cum laude en la clase de pociones del profesor Snape: todo sustancias prohibidas.
A las crisis meteorológica, organizativa y humanitaria se les sumaron tres nuevas: la primera, alimenticia, vapuleó los estómagos de decenas de campistas -un virus en la comida, creen algunos-; la segunda, monetaria, había dejado sin dinero a muchos de los que hoy debían volverse a casa de papá y mamá -vendían tabaco y pañuelos, aunque a algunos les faltaba poco para pasarse a la limpia de lunas-; y la tercera, existencial, porque aún en la desdicha de lo ocurrido, el Arenal Sound es otra de esas experiencias en las que la creación de vínculos de amistad y recuerdos memorables deja un poso melancólico desolador al cierre. Es difícil querer repetir, pero el frasco va directo a la vitrina del despacho de Dumbledore. Esto no se olvida. Esto no se para.
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