A estas alturas, Marlon Brando son dos palabras tan sobadas que todo lo que se diga sobre su dueño tendrá regusto a coda interminable y a pegote innecesario. Uno de esos casos en los que ya solo podemos sacar zumo de la piel de la naranja. Conocemos sus manías, excesos, amantes, fobias, trucos, ascensos y caídas, y hasta podemos intuir el momento preciso en que comenzó a aburrirse seriamente de su oficio.
En agosto de 2021 se cumplen 20 años de la première de su última película, 10 minutos de piloto automático, del que en su momento nos quedamos con su negativa a la hora de obedecer órdenes del desafortunado realizador que le tocó en suerte (Frank Oz), para usar de intermediario a un Robert De Niro que empezaba por entonces su particular descenso a la indiferencia. Lo que hoy verdaderamente recordamos es lo insustancial y largo que fue el epilogo de Brando, mientras su camiseta Kowalski no dejaba de cotizar cada vez más alto en la subasta del mito.
Y aún así insistimos. A estas alturas, solo el poder seguir rebuscando en el desván debería ponernos en la pista de que las reservas de Brando son casi inagotables. En este punto que nos ocupa, podemos especular con que nadie había mencionado antes los puntuales encuentros del mito con el desastre, en particular cada 17 años y en intentos normalmente tocados por la desmesura.
A comienzos de la década de los 60, Marlon Brando acaba de finalizar el proyecto más ambicioso de la corta andadura de Pennebaker, su productora familiar. El rostro impenetrable (1961) es un western atípico, un cruce entre Oriente y Occidente que, a ratos, parece deudor de Anthony Mann y a ratos de Akira Kurosawa, y que por tanto estaba destinado a ser dirigido por Stanley Kubrik.
Cuando Kubrik empieza a no entender su cometido y Brando le explica que este consiste en darle carpetazo lo antes posible, Stanley se baja del tren en marcha y deja al divo al mando de todo. Brando no se implicará nunca más en un proyecto, y no volverá a ponerse detrás de la cámara. La experiencia le exprimirá lo suficiente como para desentenderse del montaje y promoción posterior de la película.
La catarsis que busca entonces Brando es un vehículo puntero y bien remunerado, y en su camino se cruza la Bounty, buque insignia de una superproducción de Metro Goldwyn Mayer con antecedentes de éxito, un reparto sólido y bien escogido, y Sir Carol Reed al mando, un director atípico pero competente. La historia del motín encabezado por Fletcher Cristian contra el sádico capitan Bligh reúne aventura, suspense, exotismo y ese aroma especial de un cine que empieza ya a no hacerse. Todo suena casi demasiado bien, y ese casi es cosa de un guión que no termina de gustarle a Marlon, El calendario, no obstante, da un respiro para retocarlo a su gusto.
El Yang que desautoriza a todo el Ying del párrafo precedente, se prolonga los 22 meses siguientes. A lo largo de ellos hay tiempo para que se junten todos esos desastres comunes que suelen enumerarse en una bancarrota. Con todo el equipo en Polinesia, la réplica de la Bounty tarda más de lo previsto en construirse y llega al plató cuando comienza la temporada de huracanes. El último de ellos, Brando, consigue llevarse mal con todo el reparto inglés (especialmente con su antagonista Trevor Howard).
La cosa pasa a mayores cuando los desencuentros incluyen al director, que abandona el barco no solo metafóricamente, dejando una producción de 22 millones de dólares colgada del palo de mesana. Su sustituto, el Lewis Milestone de Sin novedad en el frente 1930, tiene una reputación igualmente contrastada, pero desde el primer momento resulta un pelele abrumado por la magnitud de la tarea que tiene por delante.
Nadie entiende la persistencia de Brando por estropear su actuación con un acento inglés que no domina, y cuando finalmente se acostumbran a ello, descubren que la estrella no está de acuerdo con el final previsto. Que este desaparezca sin otro sustituto a la vista ni siquiera entusiasma a Brando, pues por entonces ha trasladado el romance de la película a su terreno, y se ha prendado de su compañera de reparto Tarita Teripaia. No es el único miembro del equipo que lo hace.
De algún modo, la producción llega a su destino. El final decidido y dirigido por la estrella, con la aquiescencia de un director ausente, intenta explicar por qué el motín ha sido un gran error, y de algún modo justificar la curiosa manera de impartir justicia de Bligh, la única posible para aquietar a una tripulación entre díscola y estúpida. Para ello crea una suerte de moraleja donde todos pagan por sus pecados, empezando por el personaje de Fletcher Cristian, cuya muerte se planifica sobre un lecho de cubitos de hielo, para dar veracidad a la agonía del rebelde, lo que deja a Brando al borde de la hipotermia.
Rebelión a bordo (Lewis Milestone, 1962) se salva del desastre artístico pero no del financiero. En ese sentido es algo de lo que los ejecutivos de la Metro evitarán hablar fuera de los libros contables. La consecuencia directa para Marlon es el cartel de Achtung! que se le colgará en adelante, a efectos de avisar al que lo contrate qué es lo que se lleva. A partir de ese momento Pennebaker tendrá sellado su destino, y Universal Pictures que acaba de firmar lo que piensa un provechoso contrato de cinco filmes con la estrella, lo dejará languidecer en producciones insustanciales, donde no acierta a promocionar a su baza más cara y menos rentable.
Brando desperdigará algunos de sus mejores esfuerzos a lo largo de la década, sin quitarse de encima la sensación de estar golpeándose contra un muro. Una vez libre de estudios y condiciones tomará dos decisiones cruciales en su carrera: abandonarla para implicarse (aún más) en temas sociales, y retomarla para financiar éstos y el paraíso que intenta construir en Polinesia.
17 años después de Rebelión a Bordo, se estrena Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, 1979), el espectacular acercamiento lisérgico de Coppola al sinsentido de la guerra. De Apocalypse es posible que se haya escrito aún más que de Brando. Su director se pierde en ella más o menos como lo hizo en la jungla el Kurtz de El corazón de las tinieblas, la novela de Joseph Conrad que daba el sustrato narrativo del proyecto. Filipinas se convierte en un agujero negro que se traga memorándums, voluntades, horas extras, miles de metros de celuloide (la película y los documentales sobre el caos en que se ha convertido), y toda la pasta posible. La que hay y la que se avala.
Cómo sobreviven a todo esto Coppola, su matrimonio, el corazón infartado de Martin Sheen o la mente de Dennis Hopper, es un misterio más grande que el hueco entre los incisivos de Larry Fishburne. Que todo aquello llegue a buen puerto, agota para siempre la cuota de buena suerte de Coppola.
Brando llega a este revoltijo en agosto de 1976, 30 kilos más gordo de lo previsto y puntilloso en extremo respecto al calendario. Confiesa que no se ha leído a Conrad. Respecto al guión (que ha ventilado en una ojeada), comunica sus reservas, para terminar indicando a Coppola que su personaje debe sugerirse, sobrevolar la película para estar implícito en cada uno de sus fotogramas. Esta idea genial que pilla a todos con el pie cambiado, y proporciona al filme muchas de sus virtudes, en especial la línea de suspense ascendente, solo tiene un fin para Brando: reducir su papel para trabajar menos. Tras 25 años sustentando filmes, Brando aparece en éste 100 minutos después de haberse iniciado.
Para el recuerdo queda ese mes de tomas y dacas entre director y actor, buscando ambos pasar por el ojo de la cerradura del otro. La lucidez de Brando a la hora de cambiar un atuendo de militar en el que no cabe, por ese vestuario oscuro que unido al pelo rapado al cero (lo único que aprendió de El corazón de las tinieblas), y a los contrapicados recurrentes, le dan una imagen de mole amenazadora. Esos claroscuros de los cuales surge una portentosa improvisación de tres cuartos de hora que da para un puñado de magia, lo que demuestra que lo bueno aquí sí que es mejor breve.
La lección que saca Brando de Apocalypse Now es la que marcará el resto de su carrera: El minuto de celuloide puede salirle a millón de dólares, lo cual le permitirá solventar sus compromisos en pocos días. Y sin desaparecer de la cabeza de cartel. El aprendizaje de Coppola es más consecuente: No volver a meterse en un berenjenal así. Su próxima película lo dejará sin un dólar, pero para ello no tendrá que irse dos años a Filipinas.
17 años después de Apocalypse Now, a un visionario autor llamado Richard Stanley se le ha pasado por la cabeza llevar a otra dimensión la historia del Doctor Moreau y su isla, es decir convertirla en un cómic bizarro. Su imaginería es sorprendente. La productora New line Cinema se presta a financiarla con el único propósito viable del proyecto: un simpático divertimento de serie B, que mejore de algún modo la anterior versión de 1977 de la que solo se salvaba Burt Lancaster.
Que medio año después el presupuesto se haya ido por las nubes y al barco se hayan subido Marlon Brando y Val Kilmer (en su mejor momento), y bajado James Woods, Bruce Willis, el Rob Morrow de Doctor en Alaska y Roman Polanski, demuestra que hay un punto de ruptura a partir del cual algunos proyectos desarrollan una delirante dinámica autónoma.
Nadie recuerda quién mencionó a Brando el proyecto, en un primer momento, pues sus productores ya vienen de lidiar con su megalomanía, su cada vez más nula eficacia en taquilla y sus peticiones desmesuradas, necesarias en ese momento para financiar el carísimo juicio por asesinato en el que está implicado su primogénito Christian Brando. Una vez Brando se ha interesado en la idea, New Line considera dar el mando a Polanski, que parece capaz de manejarlo, pero Richard Stanley se revuelve contra esta decisión y arregla una especie de careo con Marlon, del cual sorprendentemente sale tan reforzado que la estrella indica que si la peli no se hace con Stanley, con él que no cuenten.
Cuando año y medio después el actor llega a Australia, el divismo de Kilmer y la envergadura del filme han devorado a Stanley (otro Stanley que abandona a Brando), pero Marlon ni se acuerda de la amenaza anterior. Al rescate acude John Frankenheimer, un clásico en la parte final de su carrera, que solo puede limitarse a poner los parches suficientes para que aquello llegue hasta un desenlace.
Brando, más en estos años, suele ser un ecosistema propio que funciona independiente del resto. Aquí, sin elemento moderador a la vista, supera todos sus límites. Su vestuario es un remedo del gran Mufti de Persia. Aparece tocado de una extraña tiara que no es mucho más que un colador, y acaricia la idea de quitárselo y que de su cabeza salga un delfín (ocurrencias como estas harán preguntarse a mucha gente de New Line donde termina Brando y empieza la locura). Como compinche inseparable para sus desvaríos, ha escogido a Nelson de la Rosa, el “actor” más pequeño del mundo (según avanza la producción, solo Marlon sigue pensando que es actor y no una figura peculiar que pasaba por allí).
El rodaje es desde el primer momento un caos indescriptible, donde una parte del equipo se pasa el día colocado, mientras otra busca como contentar a Kilmer y a Brando, o librarse de sus iras, y la restante se pasea por el set sin mucho que hacer, transformados en los mutantes de Moreau por obra y gracia de un carísimo maquillaje que no termina de dar el pego. Hay voces que piden que regrese Richard Stanley, sin saber que éste ha desobedecido la orden de no acercarse al lugar del rodaje, y merodea por las cercanías, sin ocurrírsele idea mejor que dejarse maquillar de incógnito para aparecer en la orgía de destrucción que da paso al desenlace de la película.
Brando solo atisba a ser Brando en su última escena, en la que solo con la mirada expresa todas las emociones de alguien que sabe que ha perdido el control de la gente a la que domina. Pero por el camino ha convertido la película en la propia isla del doctor Moureau. Si éste pretendía ser el último vehículo para que Marlon Brando recuperara un trocito de notoriedad, lo único que muestra es a alguien que hace tiempo que ha dado de sí lo que tenía que dar, subido a horcajadas a una de las peores producciones de la década.
A partir de entonces, se limitará a hacer un cameo para su amigo Johnny Depp, y a dos últimos proyectos a cual más olvidable, el último de los cuales, The Score (Frank Oz, 2001), desaprovecha el homenaje implícito que supone contar con Brando, De Niro y Edward Norton, posiblemente los mejores representantes de tres ilustres generaciones de actores, atrapadas en la historia de un plan de robo brillante que habita en una historia no demasiado interesante.
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