Aún a riesgo de parecer un tipo raro, querría confesar que una de las cosas que más me alegraron la vida durante los últimos años fue el estreno, en 2011, de American Horror Story.
American Horror Story es una serie de terror. Es una serie de micro-series. Es una antología vagamente inspirada en misteriosos o truculentos sucesos reales, algunos antiguos, otros más recientes, en la que cada temporada constituye una trama independiente, aunque repitan en ella un gran número de actores, también algún personaje, y ya se haya anunciado para 2019 un crossover entre la inaugural y clásica Murder House y Coven (la temporada dedicada a las brujas).
Inesperadamente, la semana pasada, durante una noche de luna roja, encontré y terminé de ver en Netflix, en versión original y de un tirón My Roanoake Nightmare, la sexta temporada de estas ficciones de terror cuya calidad fue durante algún tiempo decreciendo (pulsen aquí para una lista ordenada con la que casi podría estar de acuerdo). Y es a partir de algunas decepciones –al margen de sus interesantes y, quizás necesarias, innovaciones formales–, pero también de la reiteración de una serie de felices hallazgos, que creo que resulta posible ya calibrar desde una cierta perspectiva el significado de esta serie como producto cultural y singular hallazgo sentimental.
¿Qué hace de American Horror Story una estupenda serie y no sólo una estupenda serie de terror? Y, de forma más autobiográfica y personal, ¿por qué me alegró tanto los días de mi vida durante la segunda década del siglo XXI?
En primer lugar, creo que lo que convierte a esta galería macabra en una estupenda serie es la inteligencia para mezclar provocación, terror, risa, suspense y sexo. Hay inteligencia en la hibridación de materiales y en su capacidad –depositada paradójicamente en la revisitación libre de los clásicos– para la sorpresa. En efecto, lo primero que sorprende en esta serie es la forma en que la novedad de la historia se ancla en un ángulo raro de la Historia más conocida. ¿Qué hay de novedoso? La mala baba, la desesperanza, la luz echada sobre el túnel a través del cual se abandonan los raíles por los que se conducía habitualmente el mundo, un gusto insano, una perspectiva sumamente oscura, como si los creadores Ryan Murphy y Brad Falchuk hubieran optado por contar estas ficciones no solo desde el punto de vista depravado y falto de escrúpulos, sino desde la lógica y la escala de dis-valores de los psico-killers. Me da miedo la gente normal, dice uno de los personajes de Evan Peters, junto a Sarah Paulson, el rostro más reconocible de la serie.
Lo novedoso de American Horror Story es que se sitúa en un raro equilibrio entre el cine que se hace sin contar con los anhelos del espectador (al extraordinario modo de tres de las mejores películas de miedo del siglo XXI La bruja, It follows o Hereditary) y aquel otro que se hace solo basándose en esos anhelos (el resto de la cartelera comercial).
Inteligencia en el raro gusto para andar justo en el límite de lo mostrable (véanse los cameos de la Dalia negra y Ana Frank), la capacidad de absorción de las aportaciones de una serie de recientes maestros del género (de Ramsey Campbell a Clive Barker) y de escritores fronterizos que se han aproximado al género (de Jim Thomson a Bret Easton Ellis o Chuck Palahaniuk), respeto a una tradición sombría en la hábil superposición de tramas y sub-tramas en ese formato que desarrolló magistralmente Stephen King (el terror sobrenatural por encima del terror familiar y social: infidelidades, adicciones, discriminación racial, odio, opresión, etc.); hay inteligencia política bien visible en las veladas críticas al prototipo de hombre blanco infantil y consentido, en las risas nerviosas a costa de la fama en su versión post-facebook, en los impronunciables, por políticamente incorrectos, tics de las minorías norteamericanas, en los dardos contra el puritanismo más rancio del interior de los EEUU, en el acento relativo a los motores del horror terrenal inasumible (el nazismo en Asylum, el sadismo durante la esclavitud: Madame Delphine LaLaurieen), el anunciado trasfondo post-Trump en Cult (la temporada aún por estrenar en España).
La mala baba de la serie es siempre actual y el mejor ejemplo es el estupendo chiste que se gastan a propósito de los abusos de Hollywood sobre la maldad del «patriarcado», cuando Kathy Bates reclama, completamente ida, un lugar para su personaje de la Carnicera (the Butcher) en los anales de la historia de los EEUU y culpa al machismo de haber silenciado y ocultado por razones de género sus logros… de asesina.
Hay inteligencia en la sobre-representación de matrimonios interraciales, en el recurso al psicoanálisis, en la forma en que se ejemplifica la célebre máxima de Woody Allen: el sexo sólo es sucio si se practica correctamente. En efecto, el sexo en la serie es siempre sucísimo y gamberro: la cola de mujeres para ser masturbadas por las manos del chico-langosta, el trío que propone la criada Moira al marido infiel, la enorme vagina de Desiree que cree ser hermafrodita, el polvo del ventrílocuo con la mujer de dos cabezas mientras la muñeca mira, la orgía de sangre de la vampira Lady Gaga.
American Horror Story se ha caracterizado desde la primera temporada por una sofisticada tendencia a combinar de forma tan provocativa como malsana, el sexo, la crueldad y las pasiones humanas. Lo ha hecho reivindicando el derecho a la maldad de las personas con síndrome de Down, la forma muy dostoyevkiana en que la pobreza no hace a la gente vil mejor, sino simplemente igual de vil pero más pobre, la oscuridad de los sueños, la falta de esperanza, el devenir de la tragedia. Entre sus mejores momentos destaco el guiño-Frankenstein (el Dr. Charles Montgomery), la conversión de la Hermana Jude de «mujer de la noche» a monja, de monja a enfermera, de enfermera a paciente… el regreso a la vida de Kyle en Coven, el cenit del barroquismo o la llegada de los alienígenas en mitad de una historia maniac, el instante en que Violet (Taissa Farmiga) asume que ha muerto, las borracheras de Angela Basset, el memorable baile de Lana Balana, el tiroteo en la escuela con ecos del Elephant de Gus van Sant, la lucha contra Bloody Face, la dentadura dentada del payaso psicópata, la visita de los muertos a la Murder House la víspera de difuntos, ese hotel más terrorífico que el Overlook.
En relación con la segunda pregunta, la de índole autobiográfica, diré que la forma en que los guionistas han presentado a Jessica Lange es propia de aquellos que nos enamoramos de ella en los 80. El regreso de Lange, más atractiva que nunca a los 60 años, supuso una serie de actuaciones magistrales por las que obtuvo un Emmy y 4 nominaciones. La serie me ha evocado una serie de momentos felices asociados al cine: desde la primera vez que vi un film de Argento al encuentro con la metanarrativa de Scream. Particular emoción me provocó la aparición de Stevie Nicks, la cantante de Fleetwood Mac, y el vídeo clip un tanto kitsch que se marcaron; me divirtió el Life on Mars de Bowie cantado con acento de cabaret berlinés por Jessica Lange en el Freak Show, el doble episodio de Halloween en Murder House merece estar en la antología del mejor terror del siglo XXI, al igual que los capítulos donde se resuelve la trama de «cara ensangrentada» y la periodista Lana Winters en Asylum.
La serie no volvió a ser la misma desde el abandono de Lange. Creo que el protagonismo cobrado por la magnífica Kathy Bates le ha dado a todo una patina de tristeza, un cierto patetismo. Lo peor que le puede pasar a un film de terror es que el malvado inspire algún tipo de compasión. Los personajes de Hotel dejaron de interesarnos, no era fácil sentir nada por ellos. Ya no hubo más malos como el Dr. Thredson (aunque la historia de amor del «hachero» y Elsa Mars era fascinante). Del lado de lo malo, cae también el exceso de sadismo, la casquería, cierto regodeo, el tempo del slasher en la familia incestuosa, el ensañamiento redneck, la caída en el ridículo en algún momento de Coven.
My Roanoke Nightmare sorprende por su estructura en tres niveles de discurso (el documental ficcionado, el reality show y el falso documental) y emocionará a los seguidores de esta serie gamberra por sus hermosas concesiones a la memoria sentimental que ella misma se ha ocupado de crear: el enlace de Peters y Paulson o el retorno de la madre de Bloody Face. Cult se estrenará en España este mismo año, mientras tanto quien busque terror del bueno podrá ponerse en bucle cualquier discurso de Trump (solo le falta decretar el Día de la Purga) o la cara fría, cerosa e impávida de Putin sobre la pantalla del VAR.
La gente normal da miedo. Sí, y la otra también.
Hermosos: paseos de Violet antes de saberse muerta.
Malditas: casas malditas.
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