Drazen era el “Genio de Sibenik”. Le dijeron que nunca podría jugar al baloncesto por disfunciones respiratorias y problemas en la cadera. Entonces, fue cuando, al estilo de Forrest Gump y en un alarde de superación, quiso estar presente en todas las fotos de los grandes momentos de este deporte en los años 80 y 90.
Drazen tenía una mirada quebradiza, un carácter enigmático y algo irritante. Era coger el balón de baloncesto y volverse desafiante, chulesco y descarado. Reinó, aún con derrotas y decepciones, el baloncesto europeo hasta perder la vida en una carretera alemana hace ahora 21 años.
Antes le dio tiempo incluso a chupar banquillo en Portland, a ser el líder de los Nets, a compartir vestuario con la leyenda (también desaparecida) Fernando Martín y a quedarse cada vez que acababan los entrenamientos una hora extra para seguir adiestrando su mortífero tiro con sesiones interminables. No, no defendía, pero a Drazen le daba igual.
Drazen perteneció a esa generación de jugadores yugoslavos (luego escindidos en croatas, serbios y montenegrinos) que se acercaban sigilosamente al nivel exhibido por los todopoderosos norteamericanos, con permiso de los no menos omnipotentes soviéticos. Su vida fue salvaje no por fumarse dos paquetes de tabaco como el primer Vlade Divac, con quien luego se enfrentó irremisiblemente como consecuencia de la Guerra de Bosnia, sino por no dejar nunca de ser alguien que quería ganar, después ganar y más tarde, seguir ganando.
Precisamente su tormentosa relación con el serbio Vlade es retratada magistralmente (desde el punto de vista de este, eso sí) en el imprescindible documental Hermanos y enemigos.
Nadie quería verle ni en pintura por su carácter engreído, a su lado Cristiano Ronaldo era un hermanito de la caridad. Ello hizo que muchos de sus futuros compañeros le jurasen odio eterno, pero a la vez tuviesen que aliarse con él tarde o temprano para lograr más títulos. Su efímero paso por España dejó dos títulos en el club de Concha Espina, pero para espinas… la de perder la Liga ante el eterno rival ese mismo año.
Antes de llegar el reto de la siempre atenta NBA, Petrovic dejó tras de sí la sensación de que jamás vaya a existir un jugador igual, con ese carisma, esa lengua fuera y esos malos modos que terminó moderando con el paso de los años. Su incansable y espartano trabajo hizo tumbar los argumentos de aquellos médicos que profetizaron el desastre de su motricidad, de los compañeros que creían que estaba “enfermo de basket” y de sus rivales que intentaban anularle de mil y una maneras. Él respondía con el puño en alto, gritando, haciendo saltos burlones y colmando su sed de vencer.
Los genios siempre tienen esa aura de misterio, sus declaraciones eran toda una demostración de lo que viene en llamarse coloquial “un flipado” de aquello que hace: “No me gusta humillar al contrario. Para mí, lo importante es ganar el partido y para conseguirlo utilizo todos los recursos legales a mi alcance”.
Cuando llegó a América se las tuvo tiesas con Rick Adelman, quien le hizo sacar lustre al banquillo jugando una final contra los Pistons, lo cual no hizo otra cosa que azuzar su ambición. Con 27 años recaló en los Nets, un club de inferior categoría, pero fue allí donde, apodado “Petro”, demostró esa capacidad ofensiva sin igual… Como aquella noche en la que anotó 44 puntos frente a los Houston Rockets y dijo que podría haber hecho lo que hubiera querido con su defensor, un desafortunado Vernon Maxwell.
No obstante, el reto en New Jersey había tocado a su fin por diferentes desavenencias y durante el verano en el que iba a decidir su futuro en la mejor liga del mundo, acudió a dar lo mejor de sí para competir con su Croacia recién constituida y dejó toda su grandeza en el asfalto de una carretera alemana en un infausto accidente junto a su novia y una baloncestista turca. Esa misma grandeza que jamás será olvidada porque no habrá nunca nadie como él.
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