Unánimemente aplaudida en su presentación en el Festival de Cannes, Aguas tranquilas, último trabajo de la distinguida cineasta Naomi Kawase, llega a nuestras pantallas.
La voluble lógica de la distribución cinematográfica ha privado a las salas españolas de la práctica totalidad de la obra de Naomi Kawase, cuyo único filme que logró desembarcar en nuestra cartelera antes de la llegada de estas Aguas tranquilas fue El bosque del luto, hace ya ocho años. El espectador que, a consecuencia de ello, no esté familiarizado con la filmografía de la directora japonesa será incapaz de reconocer en el presente largometraje las férreas constantes temáticas y formales que jalonan su cine, savia nutriente del universo diegético y del relato que Aguas tranquilas articula.
Kawase prosigue aquí su exploración de los vínculos familiares y paternofiliales (recordemos su unánimemente elogiada Shara) y de la maternidad (abordada de manera autobiográfica en Tarachime y Genpin), así como del legado de la tradición (la dilatada y ritualizada secuencia de la muerte de la progenitora en Aguas tranquilas, representada como ceremonia que ayuda a su espíritu a dejar el cuerpo e iniciar su viaje al más allá) y la inmanencia entre vida y naturaleza. Por este motivo, ciertas voces han considerado su último filme como la reiteración de un discurso que la realizadora ya había logrado modular en obras anteriores.
La joven pareja protagonista recorre espacios (física y/o conceptualmente) fronterizos que posibilitan que se mueva entre la tierra y el vasto mar que baña su entorno, entre la vida y la muerte, entre la fisicidad de los cuerpos y la espiritualidad; trayectos que la llevarán, finalmente, al paso de la infancia a la madurez.
El hábitat en que residen los personajes es un territorio liminar (lugar en el que termina la tierra y comienza el mar) en el que la dimensión física de los vivos y la espiritual de los difuntos pueden entrar en contacto −la confusión de la protagonista con su bisabuela, como si esta hubiera franqueado la barrera entre el mundo de los vivos y el de los muertos y hubiese aparecido caminando por la orilla de la playa (no en vano, la orilla es un espacio que se encuentra en la intersección de la tierra y el mar).
Al igual que la de Renoir (Bazin así lo apuntó), la puesta en escena de Kawase está hecha de la piel de las cosas. La delicada y respetuosa mirada de la cineasta se asemeja a la de quien descubre las cosas por vez primera y las observa con gran atención, fruto de una insaciable curiosidad. Merced a la calidez de su escritura fílmica, Kawase resarce cierta inestabilidad en la construcción del relato, que en ocasiones parece aquejado de las inclemencias meteorológicas que puntean su historia, convirtiendo Aguas tranquilas en una experiencia sinestésica, sensorial y lírica. Como los grandes cineastas, Kawase no teme renunciar a la excelencia si con ello consigue instantes que rocen lo sublime.
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