El calor dispersa los sentidos a lo largo de la línea de playa de agosto. Todo se aligera al pasar a través de un filtro suave que lo irrealiza. Me parece escuchar una voz monótona que surge de megafonía y se expande por la bahía: “Se ha perdido un cirujano cardiovascular de 43 años de edad que atiende al nombre de Eugenio. Viste bermudas azul turquesa y unas gafas Rayban que oscurecen cuando le llevan la contraria. En el hombro izquierdo lleva tatuado un bypass impecable y debajo del mismo y en letra Arial 12, el juramento hipocrático para principiantes. Se ruega a quien lo encuentre acercarlo al puesto de socorrista o quirófano más cercano”.
Se me antoja que la hilera interminable de sombrillas de playa situadas unos metros delante de mí guardan una pauta, como un primitivo código morse: 2 amarillas, 1 verde, 3 a franjas, 2 amarillas… Decodificándolas, descifro un mensaje comercial que me invita a acudir a media tarde a las rebajas de la peletería Don Kiko, situada en el mismo paseo marítimo. Un extraño picotazo en las cercanías del ombligo me recuerda que te echo de menos como nunca pero solo dura un instante. Es entonces cuando dos miembros de la local sacan esposado a un niño que ha construido un castillo de arena valiéndose de suelo no urbanizable y por tanto infringiendo la ley de costas.
A la que me descuido, un mantero trata de venderme un original perdido de James Joyce y es el momento en que descubro que las proporciones de la chica morena que descansa perezosamente a mi lado coinciden con el perfil de la etapa Limoges-Aix en Provence del pasado Tour de Francia, cuando aún era julio.
Las ideas vienen y van como las olas que cubren y descubren la orilla, y descubro tras ellas las pocas ganas que tengo de resolver los problemas del mundo. Las líneas de la mano forman un tres en raya que intento completar con guijarros escondidos en la arena, pero jugar solo no sirve de nada y además es un tostón para los sentidos.
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