Aftersun aterrizó en las postrimerías del pasado curso desbarajustando las listas más impacientes de lo mejor del año. El formidable debut de Charlotte Wells atizó la remesa de estrenos coronándose, en tiempo de descuento, como uno de los visionados más vigorosos de la cosecha. Sus imágenes siguen recorriendo retinas y comprometiendo lagrimales.
Presentada en la semana de la crítica de Cannes sin demasiado alboroto, el film de Wells ha ido calando en el tejido cinéfilo gracias al boca a boca al que induce el torrente emocional que albergan sus imágenes, especialmente las de su tramo final. Lo que empieza como un relato estival entre un padre divorciado (un mayúsculo Paul Mescal) y su hija (el hallazgo Francesca Corio) pasando unas vacaciones en un resort de Turquía —algo mil veces anotado en el registro cinéfilo— se empieza a resquebrajar cuando la dimensión anímica del padre empieza a pedir paso entre el aparente confort liviano de esas jornadas.
Aftersun es un prodigio lírico sobre el pasado, los recovecos de la memoria, las conexiones emocionales que despertamos a través de esta.
Es a partir de un karaoke, en que padre e hija debían interpretar el “Losing My Religion” de REM, cuando la película empieza a interesarse, y a dar un vuelco con ello, por esta alma adulta herida por una causa desconocida que, poco a poco, la hija —y el espectador con ella— intentará descifrar a través de la exploración, ya en la edad adulta, de los recuerdos de ese verano. La lectura (autobiográfica) que propone Wells sobre los vínculos paterno-filiales, sus herencias sentimentales, los secretos que cobran sentido con el paso de los años (tras la asimilación de la perspectiva adulta), y la imposibilidad de revivir y reencontrarse con esos instantes y esos seres —en su forma recordada— tan fundamentales para cualquier ser humano. Cuestiones difíciles de abordar y más aún de trasladar a las imágenes que, sin embargo, Wells solventa con un encaje modélico entre forma y fondo para este hermoso álbum familiar de un último verano inalcanzable.
La construcción la lleva a cabo, por un lado, a través de lo analógico: la cámara de vídeo doméstica con la que la pareja registra los momentos más íntimos de esas vacaciones, y que se erige, ya en el plano del futuro, como el único conducto memorístico capaz de revisitar las vivencias y emociones ligadas a ese estío que, bajo la mirada de una niña, parecía blindado a la eternidad y que el tiempo ha sepultado. Así, la Sophie adulta (trasunto de su directora), es capaz de indagar, a través de esas imágenes porosas e imperfectas, en la conexión de entonces con un padre ausente.
Resulta si cabe aún más interesante la manera cómo la directora escocesa dibuja la(s) incógnita(s) que arrastra esta figura progenitora al borde del precipicio, sembrando sombras que señalan su inminente caída y con las que equipa al relato de su necesaria carga dramática. El guion, respaldado por una astuta realización, ofrece pistas ocultas, sugeridas, nunca grapadas sobre lo obvio ni lo explícito, alrededor de esa deriva trascendental para el devenir de ambos. Es entonces el espectador quien con la acumulación de indicios tiene la oportunidad de descifrar, o acercarse, a esa enigmática figura paterna y el efecto sobre su hija. Aftersun se encuadra así entre esas obras abiertas a la interpretación, que exigen al espectador el esfuerzo por rellenar de significado los vacíos del relato con el apoyo de las sutiles balizas depositadas en su recorrido.
Sin embargo, toda esta contención estalla con una doble secuencia final en la que de nuevo la música juega un papel determinante. Una escena de baile aparentemente funcional e inocente que termina rompiendo los diques y arrastrando al espectador hacia una cascada de emociones en la que todos los significados implícitos de la película convergen; un arrebato de belleza estética, tristeza inconsolable y nostalgia desoladora. Un revolutum emocional, cuyo clímax sucede en una rave deslocalizada —esos flashes intermitentes en toda la película que auguran la revelación final— en la que las dos almas protagonistas de la cinta chillan en silencio para un reencuentro imposible; el que solo se puede dar sobre los vértices de la memoria. La sincronía de esas poderosas imágenes con “Under Pressure”, el tema de Queen y David Bowie, magnifican la capa de significado alojada en estas. Una secuencia donde todo encaja a la perfección, y que deja al espectador roto, indefenso ante el remate final.
Aftersun es un prodigio lírico sobre el pasado, los recovecos de la memoria, las conexiones emocionales que despertamos a través de esta —un olor, un sabor, un gesto, una textura, un silencio o una canción. Un homenaje a las almas que se perdieron sin aclarar su destino ni los motivos de su fuga, y sobre aquellas figuras paternas que esconden las lágrimas ante sus hijas, y aún otros secretos más inconfesables. Desenvuelto además con una caligrafía inesperada para una joven cineasta que entra por la puerta grande en el entramado cinematográfico, ligada, ya de por vida, a uno de los visionados más bellos, tristes y exquisitos de los últimos años; no solo del pasado ejercicio.
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