La Scala de Milán ha ofrecido una producción del Lucio Silla de Mozart marcada por una interesante interpretación musical a cargo del famoso director de orquesta francés Mark Minkovski.
Lucio Silla, aunque sea una obra juvenil de Mozart, marca un capítulo imprescindible a la hora de entender plenamente la forma con que el compositor de Salzburgo se acercó al género de la ópera seria del XVIII. La obra anticipa y explica muchas de las características de estilo y de concepción dramatúrgica que el compositor utilizará en títulos más conocidos de la madurez como Idomeno y La clemenza di Tito.
Además de demostrar el impresionante talento musical y la madurez de estilo de un joven con tan solo 16 años de edad, Lucio Silla (basada sobre el excelente libreto de Giovanni De Gamerra inspirado, como ya dicho, y también aconsejado por el gran Pietro Metastasio) es el momento más alto en la etapa de formación del compositor. Época marcada por tres viajes a Italia y en la que el joven músico, gracias a Lucio Silla, quería acreditarse como una inversión artística de calidad para el Teatro Ducale de Milán, ciudad en la época gobernada por los Habsburgo.
El intento, sin embargo, no tuvo el éxito esperado y el triunfo contundente de la obra no fue suficiente para que el joven consiguiera el encargo profesional deseado. Puesta al margen del repertorio, Lucio Silla reaparece ahora sólo de cuando en cuando en los teatros dejando siempre, si ejecutada con el adecuado rigor estilístico (como es el caso de la producción vista en La Scala de Milán, en coproducción con el Mozart Woche de Salzburgo), una sensación de sorpresa y admiración.
Más que preguntarnos cómo fue posible que un adolescente hubiera podido alcanzar tanta profundidad en representar las pasiones y los desánimos de personajes adultos, lo que deja asombrados es escuchar su capacidad de trascender estas mismas pasiones trabajando con extremada sutileza la relación entre texto, música y escena.
Este fue un aspecto que el director de orquesta Mark Minkovski subrayó con gran habilidad. Su gran logro fue saber fundir a la perfección su conocido y admirado rigor para una ejecución en estilo “antiguo”, con la propensión teatral de la orquesta del coliseo milanés. Todo gracias a una elección de tiempos rápidos pero nunca frenéticos y un fraseo elegante y fantasioso, siempre al servicio de una conducta de la dramaturgia musical basada en pinceladas ahora patéticas, ahora solemnes influenciadas por un estilo controlado y al servicio del texto.
El reparto, sin embargo, no estuvo a la misma altura. Pensados para dos intérpretes entre los mejores de su época (la napolitana Anna de Amicis Buonsollazzi y el castrado Venanzio Rauzzini), los papeles de Giunia y Cecilio exigen la capacidad nada común de enlazar con naturalidad virtuosismo, dramatismo y expresividad. Algo lamentablemente ausente en Lenneke Ruiten (Giunia) y Marianne Crebassa (Cecilio), dos cantantes estilísticamente correctas pero bastante planas y poco incisivas en sus interpretaciones. Lo miso se puede decir de Inga Kalna (Lucio Cinna), mientras algo mejor fue, pese una voz algo insegura a causa de su joven edad, la Celia de Giulia Semenzato. Mejor el Silla de Kresimir Spicer gracias a una voz potente y expresiva.
Poco que decir sobre la puesta en escena de Marshall Pynkoski. Pese al implante escénico elegante y en estilo clásico de Antoine Fontaine, todo resultó ser demasiado didascálico y basado en una gestualidad rebuscada, casi de opereta, con innecesario momento coreográfico que, además, quitaba mucha de la carga dramática presente en la pieza. El intento de un juego refinado con la música resultó así bastante anodino y a veces algo inoportuno.
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