La serie creada por Damon Lindelof sigue la senda de sus anteriores trabajos, con Perdidos a la cabeza, viajes y misterios que envuelven sus historias.
En la escena que abre la segunda temporada de The Leftovers, una mujer primitiva embarazada sale de la cueva en la que su tribu duerme. Cuando vuelve de mear, un terremoto sacude la caverna para enterrar a la gente que conocía. Justo seguido, rompe aguas y entra en parto. Da luz a un niño.
Un par de días después, mientras roba huevos de un nido, su hijo es rodeado por una serpiente. Ella interviene y recibe un mordisco. Una mancha negra empieza a gangrenar su brazo y acaba por fallecer a la vera de un río, sólo para que otra mujer recoja al crío antes de que se convierta en pasto de los cuervos.
Paneo de cámara, elipsis y volvemos al presente. Un grupo de chicas adolescentes salta a la poza de agua. El tono es alegre y distendido. Estamos en el mismo río.
The Leftovers nunca ha sido sencilla. Tampoco lo ha pretendido. Y este prólogo que han armado Damon Lindelof y el grupo de guionistas deja más a la imaginación que a la resolución de misterios. Los nuevos créditos iniciales de la serie, al son de la melódica “Let the mystery be” de Iris DeMent, son un buen resumen de ese propósito.
La primera temporada de The Leftovers tenía una carga dramática exagerada. Los motivos para ello eran sus personajes, todavía aturdidos por the departure, un fenómeno global que se llevó sin dejar rastro al 1% de la población. La búsqueda de respuestas espirituales al suceso se entremezclaban con las depresiones emocionales de los personajes. Era difícil en el primer tramo discernir entre religión o psicología. Ahí estaba Kevin, por ejemplo. ¿Es un profeta o un esquizofrénico? ¿Y su padre? ¿A dónde quería llegar Lindelof?
Porque The Leftovers ha sido más de formular preguntas que de responderlas. Y aquí volvemos a algo que es conocido en Lindelof. Al fin y al cabo, Perdidos utilizaba el misterio de la isla como motor narrativo, como guía espiritual de los personajes, como rival de la racionalidad. Y ahí estaban John Locke o Benjamin Linus para difuminarlo todo.
El término de Perdidos fue más satisfactorio para los que creían en los personajes que para los que habían creído en una respuesta definitiva a las incógnitas que levantaban los jeroglíficos y los viajes en el tiempo. La fe de Perdidos se dividió así entre los que la perdieron y los que la mantuvieron. Era una cuestión religiosa.
Axis Mundi, que es el título del episodio que abre estos párrafos, refiere a una parte del planeta que es sagrada; un polo cósmico. ¿Otra isla perdida? The Leftovers todavía no ha cuadrado cuánto de espiritualidad y cuánto de racionalidad hay en el paraje, sino que de nuevo cede esa responsabilidad resolutoria a los espectadores. Y lo que importa de ese punto sobre el que todo gira es cómo los personajes van a verse afectados por él.
El río forma parte de Miracle, un pueblo de Texas en el que ninguno de sus 9,261 residentes desapareció en the departure. El gobierno federal ha tomado el control (uy, los tejanos) y levantado vallas en torno a él para convertirlo en destino de peregrinación global.
En Miracle viven los Murphy, una familia afroamericana con distintos acercamientos al fenómeno; y allí se mudan los Garvey, Dora, Matt y la mujer de este último, todavía sin estar claro qué busca cada uno allí.
Precisamente, esa búsqueda individual de respuestas es la que —por primera vez de forma clara— evidencia las pretensiones de The Leftovers: resolver, de todos los misterios, la pregunta de en qué creen estos personajes.
Kevin Garvey todavía desconoce el origen de su noctambulismo salvo por las respuestas que trató de darle su padre. Nora Durst vendió su casa porque unos estudiantes creían que podían darle sentido lógico a por qué su marido y dos hijos desaparecieron en the departure cuando ella estaba en la cocina, pero invierte todos sus ahorros en la compra de un nuevo hogar en Miracle. John Murphy persigue a aquellos creídos de tener poderes que (él cree) estafan a creyentes inocentes, pero es supersticioso a la hora de meter la mano en el desagüe del fregadero para rescatar una cuchara. Laurie Garvey trata de rescatar a los infelices que forman parte de la secta a la que ella perteneció, sólo para después formar la suya propia.
Tal y como sucedía en El árbol de la vida (Terrence Malick, 2011), donde un dinosaurio se apiadaba de otro y una madre, millones de años después y en el mismo lugar (un pueblo en Texas, precisamente), lanzaba preguntas al infinito, The Leftovers presiona a sus personajes para que busquen, se cuestionen y afronten las consecuencias de sus interrogantes.
Hay una ambición narrativa inmensa en The Leftovers, sea por la cantidad de metáforas que deambulan por las decisiones visuales de la serie como por el simbolismo de los personajes representados —el hombre en la torre— y los lugares escenificados en ella —el ritual de la cabra degollada en el diner.
Queda todavía un largo tramo de esta segunda temporada por tomar forma, pero The Leftovers está demostrando ser uno de los dramas más poderosos de esta vuelta otoñal. De Lindelof dependerá ahora encajar la historia de los protagonistas en el fascinante mundo que Tom Perrotta —autor del libro en el que se basa la serie y productor ejecutivo— y él han creado. Veremos entonces si el río es sólo una máscara artificial o la fuente de incógnitas y respuestas que pueda derivar en un portento a la altura de sus aspiraciones.
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