Hacía 74 años que la Orquesta Filarmónica de Berlín no tocaba en Bolonia, desde que la trajo en 1951 el ya legendario Wilhelm Furtwängler. Lo ha conseguido el Festival de Bolonia el 2 de mayo, para inaugurar su edición número 44, aprovechando la coyuntura de la visita a Italia de la renombrada orquesta para celebrar en Bari el tradicional concierto del Primero de Mayo. Con este evento, el conjunto alemán conmemora no solo el día de su creación, en el lejano 1882, sino también los valores fundacionales de Europa. En el podio este año se encontraba Riccardo Muti.
Tras su primer concierto con los filarmónicos en 1972 y una intensa colaboración hasta principios de los años noventa del siglo pasado (época en la que incluso fue considerado como posible director principal tras la muerte de Herbert von Karajan, puesto que finalmente ocupó Claudio Abbado), las relaciones entre Muti y los Berliner fueron enfriándose con el tiempo. Sin embargo, en cada nuevo reencuentro renace una unidad de propósitos y una compenetración siempre extraordinaria.

Riccardo Muti mientras dirige los Berliner Philharmoniker en Bolonia. © Stephan Rabold.
El concierto celebraba la importancia del vínculo musical entre Italia y Alemania, considerado fundacional para toda la cultura europea. La extraordinaria orquesta alemana exhibió ya desde la obertura del Guillermo Tell de Rossini sus habilidades técnicas e interpretativas. Una impecable ejecución inicial de los violonchelos y contrabajos transmitió de inmediato al público el sentido de un amanecer misterioso y lleno de tensa espera, mientras el tenso diálogo entre cuerdas y maderas introdujo la sección de la tormenta, que con el estallido atronador de los metales arrasó con toda su potencia sonora. El bellísimo legato del corno inglés, una invitación a la calma antes de la arrolladora marcha final, brillò por su soberbio sentido del ritmo y del crescendo, mérito de la atenta dirección de Muti, siempre al servicio de la melodía y de la partitura, de la que supo resaltar magistralmente el acusado sinfonismo de esta obra maestra que abre la última ópera compuesta por Rossini.

Riccardo Muti y los Berliner Philharmoniker en Bolonia. © Stephan Rabold.
A continuación, Las cuatro estaciones (el ballet que ocupa buena parte del tercer acto de I vespri siciliani de Verdi), una auténtica obra maestra tanto en dirección como en ejecución, que entusiasmó sobre todo por la constante atención a la musicalidad y a los matices expresivos de cada fragmento. El invierno fue interpretado como una danza agitada y burlona, aunque por momentos también turbada por temas más bruscos e incluso desafiantes y con un color sombrío. Con La primavera, introducida por el dulcísimo acompañamiento del arpa, Muti logró dibujar a la perfección el lento renacer de la naturaleza, servido con maestría por la serena y plácida melodía confiada al excepcional primer clarinete de la orquesta. En la sección dedicada a El verano fue increíble ver cómo el director napolitano supo captar, además de su carácter más coqueto, también sus aspectos más misteriosos, lánguidos y por momentos melancólicos, expresivamente rendidos por el oboe. Algo que fue patente también en la parte final, dedicada al El otoño, donde los tonos amenazantes se disipaban enseguida en un tema chispeante y siempre arrollador.

Un momento del concierto de Riccardo Muti y los Berliner Philharmoniker en Bolonia. © Stephan Rabold.
Cerró la velada una prodigiosa interpretación de la Sinfonía nº 2 en Re mayor, op. 73 de Brahms, donde Muti y la orquesta trasmitieron a la audiencia toda la complejidad emotiva de esta obra maestra de 1877. El Allegro non troppo inicial fue probablemente el momento más alto de la velada. Muti logró manejar con maestría la compleja trama contrapuntística sin sacrificar nunca ni el cante, ni la sutileza con la que se suceden los contrastes temáticos –esenciales, pero siempre variados– que impulsan en todo momento la pieza. Un equilibrio entre la emotividad romántica y la calma bucólica, invocada por Brahms a lo largo de toda la composición, que crean casi un laberinto del que parece imposible salir pero que finalmente se disuelve en el final con una levedad que el director napolitano supo convertir en dulzura y emoción. El Adagio non troppo hipnotizó al público con la gracia y el enigma de su poesía pastoril, mérito de una dirección que resaltó el misterio invisible y fugaz escondido entre las notas. Tras el Allegretto grazioso – Presto ma non assai, que voló con delicadeza cándida e inocencia infantil, el Allegro con spirito que cierra la sinfonía, demostró no solo la impresionante técnica de los Berliner (sorprendente la calidad de cada uno de los instrumentistas), sino también la capacidad de Muti para controlar las dinámicas, ofreciendo un final alegre y vigoroso que, por perfección interpretativa y ejecución, fue una auténtica lección de escucha.
Al final del concierto, el público respondió con una ovación impresionante, tras la cual Muti dio las gracias a los Berliner en inglés (sobre todo por haber aceptado actuar en un lugar acústicamente poco convencional como el Paladozza, el palacio de deportes donde juega el equipo local de baloncesto), recordando la importancia de la cultura europea y que “la música es el pan del alma”.
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