Se ganó el favor del público en festivales, tenía todos los puntos para triunfar en las salas y, sin embargo, naufragó.
Quizá recupere a su merecido público en el mercado digital. La última película de Edgar Wright sorprende positivamente sin bajar el tono desenfrenado de Zombies party (2004) y Arma fatal (2007). En realidad, ¿de qué hablan las películas?, pregunté en un cine forum que organizamos para un grupo de niños. Silencio dramático y mi respuesta: “las películas cuentan historias donde los niños juegan a ser mayores y, viceversa, los mayores se disfrazan de críos”. Aborda, en definitiva, el problema del tiempo, cómo nos desubica o, incluso, provoca una crisis de identidad. En Box of moonlight (1996) de Tom Dicillo, por ejemplo, John Turturro intentaba retroceder o ralentizar ese maligno reloj después de descubrir con auténtico horror su primera cana. Tempus fugit. A ciertas edades, muchos empiezan a combatir ese tiempo que, de repente, parece adquirir una mayor presencia y se vuelve una auténtica amenaza para cualquiera que pretenda instalarse en esa etapa de supuesta plenitud. El cine ha explorado esta lucha, sobre todo, siguiendo dos líneas argumentales: la tentación mefistofélica de vencerla o, una más terrenal, reagrupar elementos del pasado, con idea de reconstruir ese espejo adorado de la juventud o remediar un estigma, una causa que dejamos perdida o una asignatura pendiente.
En The World’s end, última astracanada de Edgar Wright, el director juega con ambas posibilidades: la reunión de unos amigos, después de 16 años, para superar ese reto no alcanzado en la juventud, colisiona con el encuentro fantasmático de una invasión de ultracuerpos. La irrupción de unos seres desposeídos de identidad que intentan seducirte bajo el amable manto de la juventud y la inmortalidad desplaza por una parte el argumento principal, intensifica el tono destarifado y gamberro de la película, pero también da un revés interesante a la trama. Ya no se reduce al ansia de juventud o a la búsqueda del tiempo perdido, sino a una lucha más importante que no conoce edad. La que cualquiera debería librar ante la posibilidad o el riesgo de dejar de ser uno mismo, aunque sea a base de conservar el deterioro físico, presente con alegría en los cuerpos incombustibles de Simon Pegg, Nick Frost y compañía.
Un año antes, otro Apocalipsis interrumpe también un reencuentro de viejos amigos en la película española Fin (2012), de Jorge Torregrosa, que resultaba un auténtico fiasco al utilizar, exceptuando a Maribel Verdú, un conjunto de atractivos treintañeros haciendo de cuarentones, pretendiendo conservar la premisa original de la novela de David Monteagudo: las heridas del tiempo. Ejemplo de cine que habla de cosas que luego, tristemente, visualiza mal. No, en determinados casos, es inconcebible. A veces, una película deja de funcionar en cuanto la cámara miente. Y la madurez no se debe falsear. Nunca dará un buen paisaje sin arrugas.
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