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Un “Eugenio Oneguin” demasiado contemporáneo en la Scala

En Música martes, 11 de marzo de 2025

Gian Giacomo Stiffoni

Gian Giacomo Stiffoni

PERFIL

La idea de extraer una ópera del Eugenio Oneguin de Alexandr Pushkin fue sugerida a Piotr Ilich Chaikovski por la cantante Elisaveta A. Lavróvskaia. Tras releer la novela, el compositor se enamoró de ella, dando origen a una de las óperas más sugestivas de finales del siglo XIX. La primera representación tuvo lugar en un pequeño teatro, el del Conservatorio de Moscú, donde Chaikovski era profesor: el 17 de marzo de 1879, bajo la dirección de Nikolái Rubinstein, entonces director del Conservatorio, con un elenco y una orquesta compuestos por estudiantes. Se repitió tres meses después, pero sin alcanzar más que un éxito de estima. Lo mismo ocurrió dos años después, en su primera representación en un gran teatro, el Bolshói de Moscú, el 11 de enero de 1881. Solo con el tiempo y su triunfo en el resto de Europa, la obra obtuvo el reconocimiento que merecía.

Eugenio Oneguin

Un momento del inicio del primer acto de Eugenio Oneguin. © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Algunos sostienen que el verdadero protagonista de la ópera no es Oneguin, sino la dulce y valiente Tatiana, de quien el joven se enamora sin ser correspondido hasta el final de la obra, cuando ya es demasiado tarde. Sin embargo, no es ella la protagonista, sino la tensión que se establece entre la interioridad de Oneguin, carente de puntos de referencia morales, y la firme moralidad de Tatiana, cuya calma, que recuerda los personajes de León Tolstói , se convierte en un espejismo inalcanzable para el alma atormentada del joven. La ópera, por tanto, se centra en la relación más que en la individualidad de los personajes. En esa relación reside tanto el drama como el placer del naufragio: el intento, tan característico de Chaikovski, de atrapar lo inaprensible, de captar en el último instante la belleza, la felicidad y los valores morales que se desvanecen, amenazados por los venenos del decadentismo.

Eugenio Oneguin

Aida Garifullina en el primer acto de Eugenio Oneguin. © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Para representar el drama de una época, que era también su propio drama personal, Chaikovski recurre a una concepción casi anotatoria y diarística del teatro musical. No en vano, Eugenio Oneguin se define como “escenas líricas”, no como “ópera”: como si fueran apuntes para un drama, esbozos —aunque realizados con una asombrosa perfección de medios— que fijan una compleja historia interior que trasciende las posibilidades de una representación completa. De ahí surge una música elástica, extremadamente dúctil y, en muchos aspectos, antioperística en su amor por el detalle efímero, la palabra susurrada y los mínimos latidos intermitentes del corazón.

Eugenio Oneguin

Dmitry Korchak y Alexey Markov el segundo acto de Eugenio Oneguin. © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

Por estos y otros motivos, Eugenio Oneguin es, ante todo, un drama social, en el que las dinámicas de las relaciones existen en función del contexto histórico en el que se desarrollan, con sus códigos que atrapan a todos los personajes, aunque estos estén fascinados por los ideales irrealizables de la literatura romántica inglesa y alemana, a los que hacen constante referencia a lo largo de la ópera. Trasladar la acción del siglo XIX a la actualidad, como propuso el director de escena Mario Martone en la nueva producción del Teatro alla Scala, terminó siendo —dado el clima artístico actual, en el que todas las puestas en escena parecen obligadas a modernizar los textos teatrales originales— una decisión convencional y de escasa imaginación. Transformar, por ejemplo, el duelo en el que Oneguin mata a su mejor amigo en una ruleta rusa —con la consiguiente culpa que lo atormentará el resto de su vida— resultó una elección dramáticamente discutible y engañosa.

De este modo, se alteró profundamente el sentido del acontecimiento y sus consecuencias tanto sociales como anímicas. Una lástima, porque el último acto, en cambio, fue magnífico. Todo comenzó con la solemne Polonesa del preludio a telón cerrado y luces tenues en la sala; luego, un enorme velo rojo transparente dejó entrever a los invitados al baile en San Petersburgo, mientras el encuentro entre Oneguin y el príncipe Gremin tenía lugar en el proscenio. A partir de ese momento, la puesta en escena avanzó por sustracción con gran impacto: desapareció el velo, desaparecieron los invitados, se retiraron los muebles. En el escenario vacío, con el fondo negro, quedaron solo Oneguin y Tatiana, ahora una gran dama de la alta sociedad, quien le dice adiós y, con las últimas notas, desaparece en la oscuridad.

Aida Garifullina, Alexey Markov y Dimitry Ulyanov en el tercer acto de Eugenio Oneguin. © Brescia e Amisano, Teatro alla Scala.

El reparto, sin duda, no quedará en la memoria imperecedera de los oyentes, como ocurrió con la histórica Tatiana de Mirella Freni en la Scala en 1986, pero se mantuvo en un nivel general aceptable. Dmitry Korchak ofreció un Lenski casi perfecto, suspendido entre el malestar existencial y la languidez amorosa, captando así la esencia del personaje. Alexey Markov exhibió un timbre hermoso y una presencia escénica cautivadora en su interpretación de Oneguin; sin embargo, no consiguió transmitir ese sentido de desilusión ante la vida que caracteriza al personaje. Lo mismo puede decirse de la Tatiana de Aida Garifullina, incapaz de superar una tristeza genérica, con una voz frágil y carente de matices, además de poco sólida en el registro medio y grave. Excelente la actuación de Dimitry Ulyanov en el breve pero significativo papel del príncipe Gremin. La dirección orquestal de Timur Zangiev fue correcta, pero poco más: contuvo en exceso los impulsos de la orquesta, desactivando así el pathos que debería estallar en cada momento, así como esa dosis de locura y paroxismo tan característica de la partitura de Chaikovski. Por todo esto, al final, el éxito fue más bien modesto, salvo por la ovación para la actuación del tenor, sin duda lo mejor de la velada.

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