La primera impresión a la hora de evaluar la carrera de Gene Hackman es la de alguien que llegó tarde y se fue demasiado pronto (si exceptuamos una larga coda de 21 años que ha terminado abruptamente esta semana). Alguien que entre una y otra toma, unos 40 años de celuloide, ofreció no menos de una docena de clases magistrales sobre como llenar una pantalla limitándose a algo tan complejo como ser constantemente el centro de la escena. Hackman trasladaba a la pantalla una imagen dura y contestataria en consonancia con la década que lo hizo famoso, y que frecuentemente servía de armadura donde esconder todo un muestrario de debilidades humanas. El tipo corriente atascado en el rictus de pillo astuto, consciente de lo dura que es la vida, a menudo ofuscado con alguien que en la mayor parte de los casos resultaba ser él mismo. En medio de esa contradicción con patas y malas pulgas, casi todo el mundo podía identificarse.
Puesto que trabajó en 2.000 oficios antes de dedicarse plenamente a la interpretación, debutó en el negocio a una edad en la que muchos de sus participantes ya están en condiciones de reconocer su fracaso. Este aparente hándicap consiguió que nunca le identificáramos como joven promesa y sus caracterizaciones, atrapadas en la madurez e invariables a lo largo de los años, lo convertirían en uno de esos iconos a los que no les afecta el paso del tiempo.
Gracias a los consejos y la insistencia de Dustin Hoffman, compañero de promoción y de fatigas a la hora de abrirse paso, se postuló para entrar en el reparto de Lilith (1964), una historia bastante personal de Robert Rossen sobre lo fina que puede ser la línea que separa la razón de la locura. Allí conoció a Warren Beatty. Su presencia, su gusto por el riesgo y su insobornable ética de trabajo hizo que éste lo reclutara para una aventura independiente que acabaría dirigiendo otro especialista en mostrar ese lado amargo de la existencia, Arthur Penn.
Bonnie and Clyde (1967) era una historia potente, surcada por una violencia tan cruda como inusual para su época (en pocos años sería habitual). Como apuesta personal de Beatty devino en exitazo e hizo maravillas por la carrera de sus integrantes. Hackman construyó su primer gran secundario como el hermano mayor de Clyde, del cual James Caan tomaría apuntes años después para su Sonny Corleone. Este Buck Barrow sería el punto de partida de un lustro de papeles sobre buscavidas temerarios (Los temerarios del aire, El descenso de la muerte, ambas de 1969). Volvió a rozar un Oscar como mejor actor de reparto en Nunca canté para mi padre (I never sang for my father, 1970), pero dejando la sensación de estar destinado a algo más grande, para lo cual necesitaba un catalizador que solo podría proporcionarle un gran papel a partir del cual girara toda una trama.

Gene Hackman en Bonnie and Clyde (Arthur Penn, 1967).
William Friedkin se lo encontró en el personaje mítico del detective Popeye Doyle, otro duro cargado de dudas, incapaz de gestionarse (ni de controlarse) y que se perdía en su último caso hasta el punto de desnortar su vida. Estirando los clichés más puros del cine negro hasta crear a un tipo tan acabado que intuimos que ni ganándole la partida al dealer Fernando Rey podría redimirse. French Connection (1971) resultó el fenómeno del año, y estableció a su protagonista en un estrellato que no abandonaría jamás. Hackman y Friedkin reinventaron un género al que le salieron imitadores debajo de las piedras, y podrían haberse encasillado en él si no fuera porque odiaban repetirse. Para evitarlo, Friedkin escogió una propuesta tan diferente como El exorcista (1973). Hackman rechazó hacer del Consigliere Tom Hagen en El Padrino (The Godfather, 1972) con tal de cambiar de registro.
Demostrando ser un plus que hacía crecer las producciones donde aparecía, capitaneó a la constelación de estrellas que daban lustre a una de las primeras (posiblemente la mejor) películas de catástrofes: La aventura del Poseidon (1973). Su papel, el del Reverendo Frank Scott, un pastor de almas arrastrando a un grupo de supervivientes por las tripas de un transatlántico puesto patas arriba por una tempestad. Superando todo tipo de adversidades a través de la fe inquebrantable en una meta que nunca vemos cercana, su sacrificio, casi al final del film, nos lleva a un shock tan anticlimático que casi deja de importarnos la suerte del resto del grupo. Esos últimos minutos sin Hackman son el mejor ejemplo para entender de primera mano el significado de “imprescindible”.
En 1974 Francis Ford Coppola, situado entonces en la cresta de una ola en la que todo le salía bien, supo apocar a nuestro hombre y aprovechar ese hermetismo propio del que esconde su vida en una habitación interior. Hackman se mete en la piel de Harry Caul, el espía introvertido qué, contraviniendo el primer mandamiento de su oficio, acaba implicándose en las conversaciones de la pareja a la que sigue y crea un vínculo morboso alrededor de su suerte. Esto dará origen a La conversación (1974) una de las obras más inquietantes de toda la década, prodigio de concisión que ganará el premio gordo de Cannes 1975. En la filmografía de Coppola abundan los planos carne de escuelas de cine. El de Caul, únicamente acompañado de su saxo, en una habitación que no es sino el espejo del alma, que ha destrozado buscando los micrófonos que él solía instalar y que demuestran que todo el rato ha sido víctima de la misma tela de araña que él solía trazar, es mucho más que eso. Posiblemente su mejor momento delante de una cámara.

Gene Hackman en La conversación (Francis Ford Coppola, 1974).
La secuela esperada de las aventuras de Popeye Doyle (French Connection II (1975), interesante pero menos, más la incursión en un western desmitificador e irónico como Muerde la bala (1975), a la que podríamos sumar ese thriller tan oscuro y magnético como su título: La noche se mueve (Night Moves, 1975), afianzaron a Hackman como uno de los mejores representantes de ese nuevo Hollywood de los años 70 del pasado siglo. Se permitió el lujo de rechazar de nuevo a Coppola (no sería al único) para el papel más ofertado del momento, el del sargento Willard de Apocalypse Now (1979), y se hizo de rogar mucho antes de aceptar un secundario que no le parecía consistente, y que resultó ser el más popular de su carrera: el archivillano Lex Luthor, de Superman the movie (1978).
Hay que decir que vez subido a este blockbuster lo disfrutó de lo lindo, al menos hasta que los productores Alexander e Ilya Salkind la tomaron con el director Richard Donner y acabaron despidiéndolo de mala manera. Solidario con la causa del más débil, Hackman se plantó y prácticamente desapareció del rodaje dejando la parte final de la filmación de la secuela (Superman II, 1980) en manos de dobles que posaran de espaldas a cámara. 7 años después, perdidos los Salkind en el recuerdo y por razones puramente alimenticias, participó en una muy olvidable cuarta entrega de las aventuras del kryptoniano. El tiempo ha terminado por borrar este triste epílogo enriqueciendo aún más la deliciosa caracterización de un megalómano criminal que acaba cayéndonos hasta simpático. Ninguno de sus sucesores de franquicia ha podido siquiera acercarse al niño travieso que quiere destruir el mundo para poder gobernarlo. Algo muy de actualidad.
La década de los 80 no fue tan fructífera en estos papeles “más grandes que la vida”, pero sí prolija en producciones sólidas donde alternando protagonistas y secundarios, Hackman se confirmaba como sello de garantía, no importara el proyecto en que participara. Asumió intentos que llevaron bien ser a la vez interesantes y comerciales, como Hossiers (1986), Bajo el fuego (1983) o No hay salida (1987) donde bordaba los roles de entrenador de basket que galvaniza a un equipo en caída libre, reportero de guerra perdido en un polvorín, y político atrapado por sus actos en una intriga criminal (papel al que volvería corregido y aumentado, 10 años después).

Woody Allen, Gena Rowlands y Gene Hackman en el rodaje de Otra mujer (1988).
A estos habría que añadir dos proyectos tan redondos como Otra mujer (Another woman, 1988), una de esas contadas incursiones “dramáticas” del primer periodo de Woody Allen, donde Hackman se luce dando la réplica adecuada a Gena Rowlands. En Arde Missisippi (Missisippi Burning, 1988) en cambio se come literalmente a su compañero Willem Dafoe, en el papel del detective veterano que es consciente de las arenas movedizas que está pisando, pues las conoce de toda la vida. Apenas separados por unos meses, Hackman borda dos papeles completamente diferentes con la soltura de un nuevo día en la oficina.
Los 90 debieron haber sido etapa de madurez y repliegue de velas, pero terminaron dejando a Gene Hackman más trabajo que nunca. Clint Eastwood buscaba la obra maestra que completara su particular visión del western y la encontró en Sin perdón (Unforgiven, 1992). La interpretación de Hackman como el sheriff Little Big Dagget, tipo hogareño, coherente y casi cabal, que intentando imponer respeto sucumbía de tanto en tanto a los peores instintos, apalizando sucesivamente a Richard Harris, al propio Eastwood y a su colega Morgan Freeman, es simplemente escalofriante. La historia de Sin Perdon no apunta a una venganza sino a la fatalidad del destino, y solo Gene Hackman puede transmitir en sus últimos momentos la confusión que le supone la injusticia de no lograr lo que merece. Y esta película no solo le supone un segundo Oscar sino la prueba palpable de que su sola presencia podía seguir oscureciendo a un reparto casi insuperable. Eastwood volvería a reclamarle cinco años después, para un papel tan excesivo que solo él podía volverlo creíble, el presidente USA corrupto y masoca que se pasaba de largo con su última conquista, y debía por ello borrar las pruebas de un asesinato del que era único testigo el personaje de Eastwood: Poder absoluto (1997)
Como mentor primero y después archienemigo de Tom Cruise, en la adaptación un tanto excesiva del bestseller La tapadera (The Firm, 1993); en la piel del almirante Ramsey, atrapado en una situación “Punto límite” en la que su moral debía decidir si iniciar o no lo más parecido a una tercera guerra mundial (Marea roja, 1995); haciendo más llevaderas las tres horas interminables de Wyatt Earp (1993); o como el viejo traicionero amigo de Paul Newman, un remedo de Lew Harper de la tercera edad (Al caer el sol, 1998). Hackman siempre estuvo allí, imperturbable, incapaz de engañar al cliente con una interpretación menor. Valdría cualquier ejemplo pero todos llevaban a la misma conclusión: Las historias siempre debían aguantarle el ritmo a Hackman. Nunca al revés.
Sus últimos años delante de una cámara coincidieron con el cambio de siglo, y lo mostraron capaz de adaptarse al paisaje de Wes Anderson The Royal Tenenbaums (2001) o de dominar la escena como el Maquiavelo judicial que se las sabe todas en The Runaway Jury (2003). Este fue su último hurra y en él compartía reparto con el compinche de toda una vida, Dustin Hoffman. Buena manera de cerrar el círculo.
Apenas unos meses después, en 2004, confesaba su hartazgo y sus ganas de encauzar su talento hacia la escritura. No se le tomó muy en serio, como si no estuviéramos acostumbrados a palpar en la pantalla su determinación. El resultado, seis novelas policiacas, solo o a cuatro manos con Daniel Lenihan, plenas de intrigas y whodunits que no encontraron su público. El gesto hosco de Hackman, su sonrisa irónica, su mirada amenazante seguían echándose tan en falta como la presencia del Reverendo Scott acompañando a los supervivientes del Poseidon hacia la libertad.
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