Ernst Bloch mantenía la esperanza de que si tomábamos conciencia de que todos participamos en la creación del mundo, eso significa que éste es maleable. La esperanza –ya apuntamos esta idea aquí mismo en boca de Terry Eagleton– es distinta del optimismo (la creencia de que todo va a salir bien porque sí) y consiste en un proceso mental activo que confirma nuestra capacidad de influir en el rumbo futuro que tomará la sociedad. Uno de los puntos fuertes de los movimientos utópicos como formas de entrenar la esperanza es que no requieren necesariamente la intervención del estado.
La transformación de la esfera doméstica (modelos familiares alternativos, de hogar, amor y de crianza, relaciones con la propiedad distintas de la acumulación privada destinada a la herencia) es un elemento clave de resistencia y reinvención. Y al rastreo de esas experiencias en la historia, así como a la indagación de las posibilidades de mejora del presente se dedica las Utopías cotidianas (Capitán Swing, 2024) de la antropóloga y experta en Estudios de Europa del Este Kristen Ghodsee.
El cuadro de pensamiento alternativo, de experimentos microsociales y la nómina de pensadores que se atrevieron a pensar más allá de lo que nunca ha pensado nadie se nos manifiesta así en un sentido contrario al «realismo capitalista» de Mark Fisher (la idea de que el capitalismo es inevitable) como una propuesta de liberación del pensamiento creativo al servicio de un futuro tangible y mejor.
Aleksandra Kollontai formó parte del primer gobierno bolchevique que se creó tras la Revolución de Octubre y durante su gestión en la Comisaría del Pueblo del Bienestar se estableció el voto de la mujer, la igualdad de salarios, el seguro de maternidad e instalaciones de descanso para la mujer. Es conocido lo que la autora de Los fundamentos sociales de la cuestión femenina le espetó al mismísimo Lenin: mientras no cambien las relaciones en la esfera privada, nada habrá cambiado.
No solo Kollontai: desfilan por este ensayo, que tan bien encaja en la línea editorial de Capitán Swing, ideas que se desecharon por irreales sin las que hoy no podríamos vivir (el descanso semanal), revisiones emocionantes de la idea de utopía como forma de encarar el corto plazo, proyectos de vida, bienes y cuidados compartidos emotivamente entrelazados con la biografía de la autora (una experiencia de violencia machista sufrida por la madre, desplazamientos del modelo de «hogar ideal» según el canon de la publicidad, amor familiar al margen de la consanguinidad).
Empezando la casa desde lo pensado, Ghodsee comienza trazando un ilusionante recordatorio de modos de organización de la vida al margen del tipo de vivienda individual (a menudo solitaria) propio de las sociedades desigualitarias: desde la Calípolis de Platón a los falansterios de Charles Fourier, de la isla de Tomás Moro a las comunidades religiosas del cristianismo solidario primitivo, de las maisons de famille de Saint-Simon al trabajo cooperativo everywhere, del co-living de San Francisco a la vivienda colaborativa danesa, de los neobeguinatos y aldeas matriarcales en Francia, Suecia y Estados Unidos a los primeros kibutz de Israel, desde las comunidades religiosas de acogida a las granjas compartidas a las ecoaldeas o los proyectos cohousing: un buen número de ejemplos religiosos y seculares, anarquistas o feministas, budistas o ecológicos repartidos en épocas distintas por todo el mundo. Ghodsee recuerda escenarios donde no existen las posesiones y cómo el hecho de compartir nos hace más respetuosos con el medio ambiente pero también más felices.
Al margen de la presión social (la idea de una vivienda individual para que formas de monogamia –a veces sucesiva– críen hijos legítimos que la vayan a heredar), la autora recuerda la sanción jurídica (presiones del derecho civil y tributario) y religiosa. En efecto, estas formas de vida intermitentemente ensayadas por comunidades religiosas acusadas de heréticas fueron luego secularizadas por el utopismo y banalizadas por buena parte de la historiografía. Y sin embargo, sus aportes forman parte de los avances en distintos campos del conocimiento (urbanismo, educación, diseño…) además de ser fuente de inspiración para algunas de las políticas públicas más transformadoras. A pesar de las críticas, a pesar de las amenazas y las risas, hoy muchos países del mundo cuentan con permisos de paternidad igualitarios o guarderías públicas.
Con todo, la solución de Ghodsee va más allá de la propuesta socialdemócrata y pasa por añadir a los servicios públicos espacios imaginables y realizables de comunidades inclusivas con responsabilidad colectiva en las tareas de cuidados. Se trata a la vez de repensar la carga del trabajo reproductivo, el valor de las labores que aportan felicidad, bienestar y contribuyen al bien común, quién o quiénes son los más indicados para encargarse de la infancia. Si la solución tradicional es que las mujeres vuelvan al hogar y lo hagan gratis, ninguna sociedad que haya probado otra cosa querrá volver atrás. Tampoco parece lo más deseable la solución capitalista, vinculada al feminismo liberal, que las mujeres se desdoblen en el mercado laboral conseguir suficiente dinero para contratar a alguien más pobre para que haga estas tareas. No se trata de lo que Noam Chomsky llamó «ampliar la superficie de la jaula». Estas prácticas comunitarias suponen una redistribución más equitativa de los recursos, un paso civilizatorio de la competición a la cooperación, una socialización de los cuidados, pero especialmente del tiempo: cuando las mujeres ganan autonomía hacemos sociedades realmente más libres, también para los hombres.
El ensayo no solo es rico en sugerencias políticas –en una línea actualizada de precedentes como La mujer y el socialismo de August Bebel– sino que integra coherentemente una crítica de tipo antropológico («Hasta que un simio violento nos separe») sobre las conexiones entre violencia, propiedad privada, herencia y familia patriarcal. Si el capitalismo se apoya en la esfera privada para funcionar quizás lo más radical sea no solo promover el cooperativismo sino remover esa esfera privada que a los hombres les cuesta tanto modificar, a pesar de la dureza del molde de la masculinidad. Si cambiar la manera en que vivimos nuestra vida cotidiana es una reinvención utópica, en lo que toca al cuidado de los niños, Ghodsee rastrea formas de educación en grupo, ampliaciones de la red de cariños muy en boga con una línea de nuestro tiempo: figuras alo-maternales, patchwork family, familia expansiva, aumento de la co-parentalidad, pero también estilos de vida al margen del matrimonio o la procreación de cualquier tipo (el bihon coreano)
Acuden las conocidas ideas de Donna Haraway sobre la conveniencia de hacer parientes (querer a las personas ya existentes) en lugar de lanzarse por inercia a la procreación en un mundo ya superpoblado. Repensar la familia como un grupo abierto de cuidados mutuos no necesariamente ligados por vínculos de sangre o integrar la familia en unidades de convivencia más amplias, libres y colaborativas parece mejor que destinar recursos limitados a paliar con antidepresivos la soledad, pagar por ayudar a personas dependientes (¿quién no lo es en algún punto?) o recurrir a residencias con ánimo de lucro (las mismas que fueron tan pronto olvidadas en la escalofriante gestión de la pandemia en Madrid).
Destaco el análisis severo de la resistencia a la utopía, la «pinza» entre las religiones «de la verdad» y su temor a pensar de forma libre al margen de la tradición y el dogma y la política exterior de Estados Unidos expresada en la doctrina Kirkpatrick (por Jeane J. Kirkpatrick, asesora de inteligencia de Reagan) de apoyar oligarquías blancas del Sur global y dictadores de extrema derecha por doquier (a menudo asesinos y torturadores de su pueblo), con tal de hacer frente al fantasma del socialismo desde los años ochenta y mantener el status quo que permite el lujo elitista de la minoría acomodada, niveles indecentes de polarización económica e hiriente desigualdad social.
Otro acierto es la lúcida crítica a la inflación distópica y la denuncia de que la insistencia durante la enseñanza secundaria de los efectos perniciosos de los sueños de transformación social, a través de clásicos como Un mundo feliz (Huxley, 1932) o 1984 (Orwell, 1948), tiene un profundo efecto derrotista.
La centralidad de lo cotidiano al margen de las cuestiones más abstractas propias de la filosofía política tiene un efecto paradójico, de un lado naturaliza la idea de pensar imaginativamente no tanto un futuro como un presente mejor, de otro «desnaturaliza» las inercias económicas y culturales que sostienen los sistemas de opresión, apostando por recuperar un impulso utópico anclado en la importancia de las transformaciones en la vida cotidiana: cómo vivimos, qué valores se enseñan a los niños, qué cosas necesitamos en propiedad.
Espacios compartidos en aras de la eficiencia energética, reducción de huella fósil, concienciación sobre la crianza y la felicidad que supone tener más tiempo libre. Vidas vividas en común y modelos de organización doméstica horizontal y ecológica, muy distintos a aquella que produce tanto estrés, aislamiento, resignación, aburrimiento, sensación de fracaso o soledad no deseada. Las Utopías cotidianas ofrecen para mí un elemento adicional de interés. Siempre he pensado que la tan traída «diversidad cultural» se utiliza en un sentido pobre y muy restringido a los ámbitos lingüístico y religioso. En realidad, lo que es culturalmente diverso remite a formas de vida contrarias a la inercia dominante vertebradas sobre valores alternativos hoy escasamente populares como la austeridad, el amor, la conciencia ecocéntrica, la propiedad común y las comunidades de iguales.
¿Significa todo esto que perderemos nuestra individualidad en nombre de la utopía? No, significa que las formas con las que indicaríamos a los demás quiénes somos serán distintas de los indicadores superfluos y narcisistas de los mercados competitivos. Nuestra identidad no tiene por qué venir dada por el éxito en la empresa que nos roba el tiempo y el alma o la elección entre objetos de consumo.
Hermosos: seres (no necesariamente consanguíneos) que nos tapan de noche si hace frío.
Malditas: distopías inmovilizadoras, narraciones de temor cristalizado.
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