Cuando en septiembre de 1984 fue estrenado el Prometeo de Luigi Nono en la Iglesia de San Lorenzo fue todo un acontecimiento para la ciudad de Venecia. Yo tenía tan solo 16 años y recuerdo con viveza el entusiasmo, así como las polémicas—que siempre acompañan el estreno de algo muy nuevo y rompedor—en los ambientes culturales de una ciudad culturalmente vital y que todavía no se había convertido en el parque de atracciones turístico que es hoy en día. «La música que estoy buscando está escrita con el espacio: nunca es la misma en cualquier espacio, sino que trabaja con él», escribía Nono en 1983, en plena fase de gestación de Prometeo, destinado a la Bienal de Música de 1984, entonces dirigida por Carlo Fontana.
La histórica empresa fue el resultado de un esfuerzo colectivo que involucró a algunos de los amigos históricos del compositor, comenzando por el director Claudio Abbado, el filósofo Massimo Cacciari, redactor del texto, y el pintor Emilio Vedova, que imaginó un particular diseño de luces para pintar ese espacio que con la música se presentaba como objeto único. El arquitecto Renzo Piano también realizó una instalación muy peculiar: un arca levantada del suelo que reunía a músicos y espectadores, pensada con las características de un verdadero y propio gigantesco instrumento musical.
Esa arca quería ser el espacio de una nueva concepción de “drama en música”, elevador de una visión dramática absoluta, donde el protagonista fuera la escucha. Así nacía un género nuevo y singular, una “tragedia de la escucha” como la llamó Nono, cumbre de su visión estética que, pese a su militancia comunista, traía en sus obras el deseo de llegar a una forma de trascendencia que incluyera la experiencia de los mismos espectadores.
También para el espectador de hoy de Prometeo, aunque sería mejor decir el oyente, permaneció inmutable la sugestiva invitación a abrirse a una multiplicidad de caminos sonoros que este trabajo ofrece en su dramaturgia indefinida e indefinible, hecha de fragmentos, frases o palabras apenas susurradas y disueltas en el flujo continuo de los sonidos. Los textos en griego, italiano y alemán ensamblados por Massimo Cacciari, recurriendo también a escritos de Walter Benjamin, forman parte de la naturaleza intrínsecamente musical de un trabajo que no quiere contar una historia, sino lo que de utópico conserva el mito de Prometeo llevado hacia nuevos horizontes sonoros, bien anclados por Nono a las experiencias acústicas del Renacimiento musical veneciano.
Cuarenta años después, a finales de enero, la Iglesia de San Lorenzo volvió a acoger la obra de Nono con motivo del centenario del nacimiento del compositor veneciano. La iniciativa fue nuevamente a cargo de la Bienal de Venecia, en lo específico del Archivo Histórico de las Artes Contemporáneas, en el marco de un acuerdo con la Fundación Archivo Luigi Nono para la transferencia de documentos y materiales al naciente Centro Internacional de Investigación sobre las Artes Contemporáneas de la Bienal. Pese a la ausencia de los gigantes de entonces, la ejecución fue ejemplar en todo momento. El arca de Renzo Piano, hoy imposible de recuperar, dejó lugar a una estructura circular que abrazó las dos secciones de la iglesia. Los 79 intérpretes fueron distribuidos en varios niveles, incluso superpuestos, alrededor y encima del público dividido en cuatro recintos en las dos secciones, según la dirección de Antonello Pocetti y Antonino Viola y el diseño de luces de Tommaso Zappon.
La nueva propuesta encontró una guía sólida en el gesto concentrado de Marco Angius, asistido en el “podio” por Filippo Perocco para superar los no pocos obstáculos que la peculiar arquitectura de San Lorenzo impone a la ejecución de una partitura en la que cada gesto y respiración está minuciosamente indicado por Luigi Nono. Distribuidos en los altos andamios se encontraban los músicos de la Orquesta de Padua y del Véneto, asistidos por solistas excepcionales, como el flautista Roberto Fabbriciani y el tubista Giancarlo Schiaffini, ya presentes hace cuarenta años, además de la clarinetista Roberta Gottardi, el violista Carlo Lazzari, el violonchelista Michele Marco Rossi y el contrabajista Emiliano Amadori. Destacó igualmente la homogeneidad obtenida por la sección vocal, justamente desprovista de cualquier protagonismo con las sopranos Rosaria Angotti y Livia Rado, las mezzosopranos Chiara Osella y Katarzyna Otczyk y el tenor Marco Rencinai junto al Coro del Friuli Venezia Giulia. A estos se sumaron las voces recitadoras, a menudo reducidas a un susurro y fonemas, de Sofia Pozdniakova y Jacopo Giacomoni. Sin olvidar finalmente la fundamental dirección del sonido electrónico en vivo, presente en la partitura, sabiamente confiada a un histórico colaborador de Luigi Nono, Alvise Vidolin, junto a Nicola Bernardini y Luca Richelli y realizada por el Centro de Sonología Computacional – DEI de la Universidad de Padua.
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