Por obra y gracia del biopic de Oliver Stone, muchos de nosotros hicimos los capullos vociferando las proclamas de Jim Morrison aunque fuese con calimocho en ristre. The Doors me ponían realmente cachondo, lo confieso.
Aquella película de 1991 puede que fuera excesiva, pero es que así era Jim, un espíritu indomable, una vida salvaje in full effect. Tal vez lo fuera para así llamar la atención de su familia, tras unos primeros años nómadas entre bases militares de muy diversos lugares. Su pasión siempre fue la poesía, pero el joven James Douglas empezó a estudiar cine en UCLA con compañeros como Coppola, cuando el teclista Ray Manzarek le convenció en la playa de Venice para montar un grupo musical y ganar un millón de dólares. Fue entonces cuando este sagitario indomable empezó a inocular la espiritualidad mundana a la contracultura que empezaba a florecer (nunca mejor dicho) en ciudades como Los Angeles o San Francisco.
Tuvo tanto apego a su grupo que les consideraba su familia y se negaba a emprender carrera en solitario, espoleado por ejecutivos y moguls discográficos sin escrúpulos. El quería amar y que le amasen, follaba y era follado con la intensidad de una juventud desaforada. Puede que por momentos el personaje pudiese a la persona, pero siempre la liaba parda sencillamente porque así era él… un provocador, un backdoor man que se autodestruía a pasos agigantados mientras su leyenda se hacía cuasi faraónica.
Pero este desarraigado de libro también era El Rey Lagarto y su celebración consistía en festines de peyote y LSD sin fin. Era fóbico a las agujas, así que la heroína nunca fue su juego, prefería casarse borracho, pasear por el filo de un balcón clamando amor eterno o provocar a su adorada Janis Joplin, quien le espetó una de las suyas tras sentirse oprobiada en su pedo. Jim fue acusado reiteradamente de tener actitudes obscenas: tan pronto clamaba por el parricidio y el incesto explícito en “The End” como se tocaba sus partes delante de la policía, a quien se la tenía jurada. Ríete tú de los antisistema.
Tras todos estos años de desenfreno, se fue con su amada (aunque no en exclusiva) Pamela Courson hasta París… pasando por Granada. En la ciudad de la Alhambra acabó escuchando discos de aquellos años gloriosos, en una cueva del Sacromonte llamada Zíngara, un hervidero cultural revolucionario y donde la pareja vivió momentos imborrables.
Aunque el tozudo Jim quiso siempre alejarse del epicentro de su fama (por otra parte ya mayúscula), se bajó del tren en marcha y sólo quería beber y beber con Pamela mientras escribía poemas,en los que se daban cita imágenes de chamanes, desiertos, puertas de la percepción, reptiles como él y mucho de ese vacío que quería llenar con su arte y genialidad. El epílogo fue irse sin avisar hace 45 años, apostado en una bañera y con una leyenda de poeta maldito, acrecentada a cada milésima de segundo, esas fracciones de tiempo que Morrison quiso exprimir hasta el límite.
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