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La yincana del gran festival

En Música sábado, 26 de agosto de 2023

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

A veces la realidad te da una bofetada. La primera que recuerdo de este tipo fue hace un año y medio. Concierto de Disclosure en Primavera Sound. Tres y media de la madrugada. Me sitúo muy cerca del escenario, casi pegado a la valla frente a él. Es tarde y lo quiero bailar. Si me siento, me duermo. Cuando me da por echar un vistazo a mi alrededor, me percato de que no hay nadie mayor que yo. No al menos en cien metros a la redonda. Sí, he estado en muchos conciertos en los que el público era mucho más joven o directamente adolescente (yo qué sé, cosas como Hilary Duff o Maldita Nerea), pero me cuesta mucho más recordar alguno en el que, aparte de estar trabajando, estuviera disfrutando y toda la gente a mi alrededor fuera mucho más joven que yo. Y empiezo a acostumbrarme: Alizzz, Bizarrap (sí) o Villano Antillano han sido los últimos, este mismo verano. En otro festival. A partir de una cierta edad, nos vemos a nosotros mismos más jóvenes de la imagen que nos devuelve el espejo o una simple fotografía. Más aún si estás físicamente en forma, los kilómetros no te pesan demasiado y eres de dormir poco.

Dedicarse al periodismo desde el flanco de música en vivo tiene estas cosas. Sin darte cuenta, pasas en unos años de confundirte con la media de edad (incluso estar por debajo) a rebasarla con creces en algunos recintos. No ocurre de la noche a la mañana, claro. Pero a veces parece que haya sido en un soplo. ¿Lectura positiva? Que aún haya cosas relativamente nuevas que te interesen, aunque sus parroquianos estén mucho más cerca de la edad de tu hija que de la tuya. ¿Matices? También. Que el disfrute del trabajo —porque este curro no se entiende sin un componente pasional que va más allá de la razón: nadie se dedica al periodismo musical para forrarse— supere a los inconvenientes: incomodidades, aglomeraciones, olores, calores, colas, horas hurtadas al sueño. El teléfono móvil que alguien te pone entre tu jeto y el escenario, la cerveza que el vecino te derrama sin querer, el pisotón que alguien te da porque sí, porque ya no son horas para contemplar distancias interpersonales de seguridad, que el alcohol (y lo que no es alcohol) ya ha hecho su efecto. E incluso la segmentación del público por capacidad adquisitiva, el sesgo clasista de los golden rings ubicados justo delante del escenario (no las zonas VIP laterales, ojo), manteniendo a la plebe a distancia kilométrica. Eso también tira para atrás. Turbocapitalismo en estado puro. Su versión más denigrante.

EXIT Festival

Festival EXIT.

Muchas veces he pensado en la cobertura de un festival como una especie de yincana. Algo así como la maratón del periodismo musical. Y me pregunto si tiene sentido. No ocurre en todos, claro. Solo en algunos de los grandes. Algunos de ellos suelen ser los que más nombres repiten, eliminando (es un negocio, al fin y al cabo) la noción de acontecimiento. No hay noticia cuando todo es una eterna repetición. El bucle del ritual de lo habitual. Y entiendo que muchos se bajen del carro. Que consideren que ya no están para esos trotes. Que no tienen edad ni ganas. ¿Cuántos gramos de incomodidad somos capaces de aguantar con tal de experimentar esa conexión emocional que solo la música en directo nos genera, aunque sea durante unos minutos? Si te lees a pies juntillas el libro de Nando Cruz, directamente desertas.

Hace unos cinco años escribí un post en una red social explicando que quienes nos dedicamos a esto, por devoción o por obligación (o por ambas cosas), nos convertimos en adictos. Sin metadona posible. En cazadores de momentos irrepetibles. En coleccionistas de recuerdos, cada uno distinto a otro. Nos endilgamos grandes festivales con la actitud del zahorí que se casca cuatro o cinco horas en la playa bajo un sol de justicia con su detector de metales. Esperando que caiga el gran hallazgo. A veces, la confirmación de lo que ya intuíamos. Otras, la decepción de que aquello no se sostiene igual de bien sobre un escenario que en los surcos de un disco. O incluso también la revelación: esos músicos cuya dimensión real no se entiende sin verlos en directo. Pero cuando me veo, cada vez con más frecuencia, rodeado de gente bastante más joven que yo a las tantas de la madrugada, me entran las dudas. Supongo que también es humano.

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