Andrew Weatherall con Miles Davis. Love con My Bloody Valentine. The Beatles con Lee Scratch Perry. Beach Boys con Tim Buckley. Nadie tenía los arrestos para hermanarlos en 1993. Tampoco nadie parece estar en condiciones de hacerlo ahora. The Boo Radleys, ese grupo con nombre de protagonista de Matar un ruiseñor (Harper Lee, 1960), lo lograron hace treinta años. Y una de las mejores cosas que puede decirse de aquel milagro, que se llamó Giant Steps (Creation, 1993), es que suena igual de aventurado, libérrimo e indefinible que entonces. Un objeto sonoro no identificado llegado del espacio exterior. Probad a escucharlo a todo volumen. Lo hice la semana pasada y me sigue pareciendo toda una experiencia. Como volar sin levantar el culo del sofá. Es tu mente quien lo hace.
Viviremos estos meses apabullados por la reivindicación de discazos que cumplen treinta años. Es lógico. La cosecha fue óptima. El Debut de Björk. El Rid of Me de PJ Harvey. El Very de Pet Shop Boys. El In Utero de Nirvana. El Siamese Dream de Smashing Pumpkins. Incluso trabajos que por no ser cumbres de sus autores o porque estos no fueran precisamente populares, han quedado algo más rezagados en la espiral retromaniaca, como el Modern Life Is Rubbish de Blur, el Beaster de Sugar, el New Wave de The Auteurs, el Suede de Suede, el Zooropa de U2, el In On The Kill Taker de Fugazi o el homónino de Red House Painters que mostraba una montaña rusa abandonada en portada. Pero algo me dice, no sé muy bien por qué, que no tanta gente se acordará de la obra maestra de los Boo Radleys. Es como si su rastro se hubiera desvanecido, pese a que fue #1 para Select y #2 para New Musical Express o Rockdelux durante aquel año.
Un desparrame sensorial al que ni siquiera Alan McGee, quien lo editó, le dedicó apenas espacio en su libro de memorias, pese a que fuera el disco más vendido de su sello, Creation, durante todo 1993: seguramente pesaba mucho el año de gloria de 1991 (con entregas emblemáticas de Primal Scream, My Bloody Valentine y Teenage Fanclub) y luego pesó lo suyo el bombazo de Oasis, en 1994. Los Boo Radleys quedaron en medio. Emparedados. Desubicados. Adelantándose al futuro para luego negarse a sí mismos. Demasiado complejos para el brit pop, demasiado desprovistos de más hits de la talla de “Wake Up Boo!” (que ni siquiera estaba en este disco) para anidar en el imaginario popular.
Generaban la melancolía precoz de quien parece nacer para escribir notas a pie de página y no párrafos de enjundia en la historia del pop, los eternos reivindicados desde los márgenes: recuerdo pocas estampas más agridulces que la suya actuando en el escenario principal del festival de Reading de 1995 rodeados de globos de colores, como convidados de piedra a una fiesta-borrachera de orgullo patrio que no era precisamente la suya.
Ellos no llenarán Wembley. Se limitan estos días a recuperar este disco (ya sin Martin Carr, su principal compositor) en salas para 300 o 400 personas. Hace unos días lo hicieron en una de Reading, a unos metros de donde hace 28 años arremolinaban a decenas de miles de personas, diría que un público mayoritariamente de aluvión, que pasaba por ahí y apenas conocía nada más allá de su single de éxito. Tampoco rebosaban el mismo carisma que talento. Tampoco su cantante era su compositor, aunque esa presunta disfuncionalidad nunca fuera un hándicap para Oasis. Las conjeturas acerca de su fugaz prosperidad comercial pueden ser múltiples.
Pop de ascendencia liverpuliana, free jazz, psicodelia, shoegaze, folk pastoral y dub se fundían en unos sesenta y cuatro minutos de auténtico ensueño. Una orgía sensorial. Un caleidoscopio inagotable. Melodías celestiales envueltas en ruido blanco. Trepanaciones sonoras aligeradas por un halo de dulzura. Cualquiera que levite con las cimas de Yo La Tengo, Sonic Youth, Low o Spiritualized sabrá lo mucho que se disfruta de una melodía incandescente, de brillo cegador, cuando emerge de las profundidades, abriéndose paso entre cavidades rocosas y abruptas intermitencias.
Martin Carr y compañía lo tuvieron muy claro. Se lo fiaron muy largo ya desde el título, guiño a John Coltrane. Arriesgaron y ganaron, aunque no se hicieran precisamente millonarios. El estudio de grabación era un campo de pruebas, y Martin Carr una especie de Brian Wilson de la era post My Bloody Valentine. Impresiona recordar que solo tenía 23 años, como rezaba la letra de “I’ve Lost The Reason”. Este fue el White Album de los noventa.
Giant Steps se publicó el 31 de agosto de 1993, y el 30 de septiembre próximo verá una reedición por su treinta aniversario. De momento, los Boo Radleys (que siguen publicando discos amenos pero intrascendentes, ya sin Martin Carr) lo están interpretando íntegro por primera vez sobre los escenarios.
Pululan videos por YouTube, grabados con móvil. Cosquillea la curiosidad saber si lo estarán reproduciendo con la grandeza que irradian sus surcos o más bien parecen una banda de versiones de sí mismos, ese mal tan de nuestro tiempo. Si se parecerán más a los Boo Radleys de entonces que a una copia desvaída. Dudo que lo podamos comprobar en nuestro país: este es un negocio a tiro hecho, salvo gloriosas excepciones. Ante cualquier duda, lo mejor es enchufarse el disco. Y a chorro, sin regatearle volumen.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!