Roland Emmerich estrena Independence Day: Contraataque justo 20 años después de la primera parte. Otra oportunidad para que el director alemán demuestre lo bien que se le da intentar cargarse el planeta.
La foto que abre esta página es la que Roland Emmerich tiene actualmente en su perfil de IMDb. Es una foto que revela mucho más de lo que parece. Esa sonrisa pícara, traviesa, y esos ojos alucinados, como anunciando una sorpresa próxima, son la sonrisa y la mirada de un niño al que le gusta liarla gorda con sus juegos.
Y eso es precisamente Emmerich, un niño que no quiso crecer, un Peter Pan malicioso que ha hecho realidad sus imaginarias películas rodadas con muñequitos en el salón de casa. Qué guay que ha de ser no tener que fingir con la boca el ruido de las explosiones ¿verdad?
Y es que la filmografía de Emmerich está marcada por el caos y por cosas rotas, muchas cosas rotas. Entre él y Michael Bay seguramente han destrozado más edificios, coches, calles, autopistas y barcos que el resto de directores de todo el mundo desde que el cine es cine.
No toda su obra responde a este planteamiento, pero si tuviéramos que confeccionar una lista con sus películas más populares, en esa lista no estarían sus desviaciones hacia otros lugares digamos que más íntimos.
Es decir, que es más que probable que el morador común de los multicines españoles ni se imagine que el mismo tío que había hecho saltar por los aires la Casa Blanca también había dirigido Anonymous (Anonymous, 2011), película ambientada en el siglo XVII, y mucho menos probable es que se enterara de que también era el responsable de Stonewall (2015), drama que relata las violentas revueltas contra la policía que, en el Nueva York de 1969, dieron origen al movimiento de liberación gay.
Emmerich estrena Independence Day: Contraataque (Independence Day: Resurgence, 2016), que lo devuelve a su zona de confort: es una secuela (ciertamente tardía) de la película que en 1996 lo puso en el mapa de los grandes estudios de Hollywood, Independence Day (Independence Day). Otra ocasión más para poner al planeta en jaque, que es algo que parece que le mola bastante a este niño grande.
No debe tener el tipo muy buena opinión de nosotros como especie animal cuando, de una manera u otra, en sus películas la humanidad ha estado en peligro hasta en cinco ocasiones.
Recapitulemos: hoy nadie se acuerda ya (y con razón, porque la peli era muy aburrida) de El principio del Arca de Noé (Das Arche Noah Prinzip, 1984), pero las explosiones a mansalva que trufaban el metraje de Independence Day permanecen en cambio en la retina de toda una generación. No tuvo la misma suerte con El día de mañana (The Day After Tomorrow, 2004), aunque la orgía de caos y destrucción era netamente superior a la de la película protagonizada por Will Smith.
Emmerich insistió con 2012 (2012, 2009), que podría haber sido la mejor de su pentalogía del fin del mundo si no fuera por un tramo final excesivamente autocomplaciente que resuelve el argumento de manera absurda. Y nos queda Stargate: Puerta a las estrellas (Stargate, 1994), sin duda la más completa e interesante de las cinco películas… y eso que el asunto de la destrucción global no es aquí el centro del argumento.
Todo este rollito de acabar con el planeta da, en el mejor de los casos, para pasar un rato entretenido, pero para nada más. Curiosamente, ha sido cuando ha decidido alejarse con mayor o menor decisión de este esquema cuando a Emmerich le han salido sus dos películas más redondas.
Por una parte, Godzilla (Godzilla, 1998), en la que seguía cargándose cosas, aunque aquí no se trataba de destruir el mundo, solo de destruir Nueva York. Y por otra parte, Asalto al poder (White House Down, 2013), donde la amenaza quedaba confinada al famoso edificio presidencial estadounidense.
Con Godzilla, Emmerich se granjeó una críticas demoledoras, pero es un producto mainstream que hay que reivindicar sin complejos para empezar, porque es la mejor película surgida a rebufo de Parque Jurásico (Jurassic Park, 1993, Steven Spielberg). Nunca Emmerich ha estado tan inspirado orquestando sus particulares sinfonías de destrucción: mientras que en su cine lo habitual son fogonazos de ladrillos volando por los aires que aparecen en cualquier momento, aquí y allá, en Godzilla el alemán demuestra un dominio de los tempos digno del mismísimo Spielberg.
La película respira en sus primeros compases, ofrece la oportunidad al monstruo de que acredite su ferocidad pero sin mostrarlo del todo, permite que la tensión y la expectación vayan aumentando poco a poco (vemos antes la huella gigantesca de Godzilla que al mismo bicho), hasta que finalmente comienza el asalto sin contemplaciones a la ciudad de Nueva York.
Basta examinar con detenimiento la extraordinaria parte que se desarrolla en el interior del Madison Square Garden, todo un prodigio del control del timing interno de una secuencia, para darse cuenta de que el alemán se tomó esta película muy en serio.
Y es que todo lo bueno que tiene el cine de Emmerich está en esta película: las explosiones, los edificios sucumbiendo a la destrucción, las huidas desesperadas, el sentido del humor socarrón, y ese gusto tan fenomenal por la explicación visual contundente (el edificio agujereado por el monstruo que describe su envergadura sin dejar lugar a dudas). Es, en no pocos sentidos, la signature movie de Emmerich.
Asalto al poder, por su parte, vendría a ser como una versión extendida y actualizada de la famosa secuencia de la destrucción de la Casa Blanca de Independence Day: lo que allí duraba diez segundos aquí dura más de dos horas, los extraterrestres son sustituidos por terroristas, Will Smith muta en Channing Tatum y Bill Pullman en Jamie Fox, y voilà!, ya tenemos otra operación de acoso y derribo sobre el edificio que desalojará Obama este mismo año.
Si Godzilla se inspiraba claramente en Parque Jurásico, Asalto al poder, en cambio, se mira sin demasiados miramientos en Jungla de cristal (Die Hard, 1988, John McTiernan). Tal y como ocurría en el mítico edificio Nakatomi Plaza, la Casa Blanca se convierte en un laberinto donde cada pasillo es una set piece de acción, cada habitación es un tiroteo letal, y cada pieza de mobiliario un improvisado escudo de protección.
Emmerich demuestra que si bien se ha hecho famoso gracias a sus destrucciones a escala global, en realidad lo que se le da mejor son las distancias cortas. Pero vamos: muchísimo mejor. Y es que el germano es uno de los últimos directores que quedan en activo que entiende el actioner como un juego entre la perspectiva de la cámara y la ubicación de los elementos y personajes en el plano. Entretenimiento hardcore, qué duda cabe.
Ahora toca otra de aliens, otra de ponernos a todos en peligro ante una amenaza global. Pero viendo lo inquieto que es Emmerich, tarde o temprano se volverá a bajar de las naves espaciales y se meterá en algún follón de tiros y de persecuciones más a ras de asfalto. Esperaremos ese día con avidez.
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