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Nuestros orfebres del pop invisible

En Música jueves, 30 de julio de 2015

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Llevan mucho tiempo ahí, aunque no todo el mundo les vea. Facturando exquisitos discos de pop atemporal, pese a ser pasto de minorías. Son Malcolm Scarpa, Los Valendas, Xavier Baró, Grupo Salvaje, Julio Bustamante y tantos otros…

El pop hispano está repleto de historias de bandas malditas. De músicos de culto. En sus biografías predomina la desubicación generacional, el espinoso devenir de vidas marcadas por la adicciones, la turbación de un lirismo escabroso que rara vez podría toparse con una recepción popular medianamente acogedora. Algunos volvieron a tiempo de ser revindicados y obtener su ración de justicia poética. Otros acabaron sepultados bajo el peso de las modas sucesivas, la implacable secuencia de las dichosas tendencias y el olvido generalizado.

Sin embargo, hay toda una pléyade de creadores de pop inmarcesible, diáfano, atemporal y ajeno a las coordenadas coyunturales, cuyo eco también se pierde irremediablemente con cada nuevo álbum que editan, lejos de los lugares comunes del malditismo. Sus canciones surgen de la pluma de tipos aparentemente normales. Creadores que nunca llamarían la atención por motivos extramusicales. Unos más excéntricos, otros más mundanos. Pero todos ellos compositores atentos a las enseñanzas del pop clásico, que no por ello se limitan a evocar con reverencia las enseñanzas de sus tótems (The Beatles, The Kinks, The Who, The Band, Johnny Cash, Bob Dylan, The Plimsouls) sino que toman su influjo como punto de partida para articular discursos instransferibles, que solo les pertenecen a ellos.

Tomemos el ejemplo de Malcolm Scarpa. Nacido en Madrid en 1959 y fogueado en la escena blues y pop de la capital, lleva desde principios de los años 90 destilando una discografía exquisita, marcada por melodías de raro regusto otoñal. Sus canciones parecen salidas de algún extraño túnel del tiempo. Son como viñetas sonoras en tonos sepia. Como las composiciones de M Ward. En ella caben el pop, el vodevil a la manera de Ray Davies, la psicodelia y hasta el bolero. El cariz vintage no es en él una coartada para aprovechar el río revuelto de los periódicos revivalismos que siempre vuelven, sino un sello que esgrime con total naturalidad.

Sus discos quizá no reportan la gratificación inmediata que otros productos más amables destilan. Pero todos ellos admiten decenas de segundas lecturas, multitud de catas sucesivas con las que ir añadiendo regustos al paladar, como los buenos vinos. Recientemente ha visto toda su obra reeditada, sus seis álbumes desde entonces agrupados en una coqueta caja a un precio más que razonable (en el que tradicionalmente ha sido su sello, Hall of Fame). Y por si fuera poco, acaba de facturar un nuevo álbum que no desentona en absoluto con el resto de su obra, aunque no le vaya a servir para pagar muchas facturas. Se llama Something Like That! (Sunthunder Records, 2015), y no aparecerá en la mayoría de listas del presente ejercicio cuando toque hacer balance. Aunque seguramente debería.

Otro caso llamativo es el de los mallorquines Los Valendas. Liderados desde hace más de dos décadas por Xavier Escutia-bien secundado por Toni Noguera-despuntaron cuando facturar pop en inglés era una práctica en alza, hace casi 25 años, aunque ellos no tuvieran nada que ver con el noise pop que por entonces era prédica común en la independencia española. Editaron álbumes tan sobresalientes como Turtle Friend (Munster, 1992), One, Two…Tree (Munster, 1993) y World Under Water (Munster, 1996), en los que casaban el aliento melódico de The Beatles o The Byrds con el empuje new wave de The Plimsouls.

No dejaron de editar discos por más de cuatro o cinco años seguidos, aunque su trayectoria desde entonces fuera lo más parecido a una travesía por el desierto. Casi nadie se apercibió. Hace un par de años despacharon el primoroso The Truth Serum (Discmedi, 2013). Siempre bajo el radar que nos orienta en dirección a la obra de paisanos suyos como Antònia Font, La Granja o Sexy Sadie: el suyo es el secreto mejor guardado de las islas Baleares, junto a los exquisitos La Búsqueda. Pero eso, que sigan siendo un secreto-cuando no directamente una evocación de tiempos de juventud para algunos-no deja de ser un crimen.

Precisamente a la misma generación que Los Valendas pertenecieron Ernesto González y sus Pribata Idaho, desde Madrid. Álbumes tan rotundos como Sueroine (Muntser, 1994) o Hope (Elefant, 1997) les contemplan. Pop de hechuras clásicas para canciones sobrias, de las que caen por su propio peso, el de la tradición que las arropa y el del oficio de quien las singulariza hasta hacerlas instantáneamente reconocibles.

Tras su disolución, su relevo natural fueron Grupo Salvaje (como el film de Sam Peckinpah), un proyecto que ganó cuerpo con la invocación al rock noir de Johnny Cash y-en general-a una relectura de las enseñanzas clásicas de grupos como The Band. Se despidieron hace un par de años por la puerta de atrás. Y no porque su último álbum (III, Acuarela, 2013) fuera ni mucho menos endeble, sino porque seguramente este país no esté hecho para digerir álbumes conceptuales de tan hondo calado como aquel. Una despedida ejemplar y ambiciosa, que se topó con la previsible-por acostumbrada-ausencia de eco.

Otro ilustre orfebre de nuestra escena, prácticamente opaco, es el leridano Xavier Baró. Desde que editara La cançó de l’udol, en 1998. Se puede mentar a Bob Dylan, Leonard Cohen o Nick Drake en cualquier reseña de un trabajo suyo sin miedo a hacer el ridículo. Lo suyo es el folk, basculando entre tradición y modernidad, entre las raíces propias y la influencia foránea. Y lo hace de forma reconocible, transpirando clase y sensibilidad. Allau d’estrelles solitàries (2014) es su último disco, que al menos ha contado con el reconocimiento de la revista Enderrock, que lo aupó al estatus de mejor disco folk de la temporada.

Si todos los reconocimientos que se le han dispensando al valenciano Julio Bustamante en los últimos años se tradujeran en un incremento palpable de su parroquia, otro gallo le cantaría. Sus conciertos siguen siendo como reuniones en familia. A él le importa bien poco, la verdad. Junto con la de Doctor Divago, otros inclasificables veteranos de la misma escena-quienes a sus 25 años de carrera han visto como el reconocimiento acababa cayendo por su propio peso, como fruta madura-, representa la solidez del corredor de fondo.

Ayudó a delinear los contornos de eso que se dio en llamar pop mediterráneo, a finales de los 70 y principios de los 80, con el majestuoso Cambrers (Anec, 1981; reeditado por Fundación Autor en 2004). Pero su fructífero trayecto aún depararía álbumes tan gloriosos como Entusiastas (Chewaka/Virgin, 1998). En el nombre del gato (Comboi, 2014) es hasta ahora el último capítulo de la jugosa carrera de este francotirador, tan esquivo de cara al gran público como todos los mencionados en este post.

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