Es en «El libro de arena» (antes que en «La biblioteca de Babel») donde Borges nos abisma ante la posibilidad de que un libro contenga todos los libros. En un movimiento de signo contrario, frente al despliegue de una ficción de sentido infinita, en el seno de la antropología se han sucedido los intentos (Lévi-Strauss, Gastón Bachelard et al.) bien de aprehender el componente simbólico de esos relatos fundacionales llamados «mitos» llevándolo a una magnitud manejable o bien de reducir la historia nuclear que lo origina a una tríada de rasgos (pregunta existencial, contrarios irreconciliables, conjura de la angustia) del que resulta un sinnúmero de variaciones.
Tengo también la enternecedora impresión de estar escuchando el eco íntimo de un taburete arrastrado hacia el viejo armario de la casa de mis padres, noto la sensación de ponerse uno de puntillas para alcanzar, niño curioso, un tomo de una serie mágica marcada por el hambre de cultura, la escala del pantone y la vieja pedagogía y creo que estos tres puntales (la infinitud, la variación, la enciclopedia) sostendrán la mente y la mirada del lector que acabe de leer Atlas (Aristas Martínez, 2022) el nuevo trabajo literario del escritor y filósofo sevillano Luis Manuel Ruiz.
Título desplazado frente a la tendencia, Atlas contiene ochenta y dos relatos breves hilvanados por el viejo arte de contar historias. Hay, en esa vuelta al mundo en ochenta (y dos) relatos o en esa vuelta al día (por celebrar el giro de Cortázar) en ochenta (y dos) mundos, una voluntad de resistencia en forma de homenaje (o viceversa) a la fantasía eterna. Desfilan así, entre «El árbol» y «la invasión de los ladrones de cuerpos» referentes expresos como Borges, juegos con Kipling, variaciones de Italo Calvino, reinterpretaciones de Kafka, imitatio de las vidas improbables sobre las que escribiera Marcel Schwob, y como ya ha distinguido algún crítico de este magnífico compendio, pleno de imaginación y cuidado del lenguaje, de Ángel Olgoso, uno de los autores de referencia del relato breve y fantástico en español
En «El arca» se revisita la nave de Noé para que acontezca el misterio de una bestia olvidada entre la viva estiva pero también el consejo (con ecos del mito de Perseo y Medusa) de que hay cosas que es mejor no contemplar de frente. Las penetrantes secuelas de «El cometa» (el tercer cuento y uno de mis preferidos) con todas sus imágenes poderosas podrían incluir las confusiones identitarias de Coherence (2013) de James Ward Byrkit. Y ese ese otro hallazgo de este libro editado con la modernidad que caracteriza a Aristas Martínez, violeta sobre blanco y púrpura bien oxigenado: conviven en él el horror de Conrad y las angry fictions de Lindsay Anderson, los valles de Bohemia y un hombre elefante (el pobre John Merrick) cruzado con la célebre escena del espejo del Mask de Bogdanovich y el retrato de Dorian Gray, la vieja carne y la perspectiva-Cronenberg.
Entre el porvenir y un tiempo sin memoria (con finos guiños al presente), los cuentos de Atlas suponen una sabia y estimulante cartografía de lugares conectados por el ensueño (desiertos, torres, palacios y ciudades), de países remotos erigidos sobre virtudes cardinales («La prudencia»), de pueblos perdidos, de complicidades intertextuales, de estirpes gobernadas por el azar y una serie de trabazones narrativas (a modo de un juego de combinaciones) de forma que una historia nos traslada a otra como una carrera de relevos en el tiempo. En esa operación rizómatica (análoga en la ficción a la operación que recientemente Álvaro Cortina Urdampilleta realizaba para Abisal en el ensayo sobre el imaginario subjetivo constituyente del que hablamos hace poco aquí) el libro, el ajedrez, el rostro y la epidemia circulan bajo un tallo subterráneo con varias yemas como desenlaces sorprendentes que crecen de forma horizontal hasta alcanzar las doscientas páginas, entre magnéticas ilustraciones de Borja González en un color afín al cian primario (los colores primarios o básicos son cian, magenta y amarillo) emitiendo raíces temáticas y brotes herbáceos de nudos y desenlaces muy nutrientes.
Es raro que el lector no salga colmado de algún cuento, que no se sumerja en las palabras (Luis Martínez Ruiz no solo cuida el nombre sino que su precisión se observa en las elecciones verbales), que no se adentre en la imagen azulada del magma que corre bajo nuestros propios fundamentos, tal es la densidad narrativa y la capacidad de hacer reverberar un sinfín de referencias que nuestra subjetividad hará inconmensurables (como en la inteligente lección de crítica literaria «La interpretación de Copenhague»).
Atlas incluye la bondad y la crueldad (afín al tono de Ferrer Lerín), el castillo y el pueblo, el noble demediado y el verdugo vocacional y en ese juego de correspondencias entre crónicas clásicas, pero también entre anales de lo eterno y de lo contemporáneo nos asalta, de tanto en tanto, la casual hilazón de lo leído con una historia subjetiva de nuestra infancia: literatura, pues, no de segundo grado (literatura referida a la literatura) sino, por seguir con el guiño al teórico literario y narratólogo Gérard Genette (Palimpsestos), pura literatura en tercer grado.
En algunos momentos la ficción se erigirá como principio (arké), en otros, la mayoría, será la textura medieval la que impregne el relato, a veces el ánimo sonará renacentista, de pronto saldrán a nuestro encuentro el autor de El castillo o el licenciado Pessoa, el bestiario libresco («El libro Estambul», «El libro omega», «El libro tornasol») nos sacudirá por su desconcertante y libre fantasía. De tanto en tanto asomará el hocico sobre los márgenes de este libro, la cuasi-surrealista libertad diagnóstica del doctor Inverosímil de Don Ramón, en otras el más que solvente pulso filosófico de Luis Manuel Ruiz le permitirá entroncar con los problemas del sentido de la existencia que poblaron tanto la mejor literatura del siglo XX (de Beckett a Kafka) como el pensamiento de Heidegger a Sartre y un ligero nihilismo finisecular. En todos hay un tono leve de misterio y cierta «belleza de la muerto» de la que hablara Michel de Certeau.
Arte, castillos y congresos, biógrafos apócrifos, admoniciones («Si algunas vez vas a Venecia…»), cartógrafos delirantes, prosa potente sin diálogo, minuciosidad léxica, poetas persas, impagables lecciones de pedagogía, fábulas islámicas, leyendas y psicología de la educación, desdoblamientos («La madurez»), parábolas y apólogos anteriores al desencantamiento weberiano del mundo, ¿qué más?
Racconto dei racconti, Pentamerone del napolitano Giambattista Basile, cuento de cuentos, Tale of tales… Atlas, con toda su voluntad hechizante, contagia en efecto una rara fiebre de lectura, de retorno a los relatos que nos constituyen, a esos personajes de ficción que encarnan seres, presencias (George Steiner dixit) más reales que este mundo circundante carente de futuro que este fantástico Atlas, al menos durante el lapso de tiempo inconmensurable que dura su lectura, nos permite postergar.
Hermosos: tomos de la biblioteca de la infancia.
Malditas: concertinas, porras y torturas contra los pobres subsaharianos en nuestro Atlas más mundano.
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