El placer culpable llegó para mortificar el gusto por productos a priori poco recomendables, pero languidece al tiempo que pierde todo su significado.
Breve es la alegría que trae el placer culpable. Cuatrocientos años antes de Cristo, el poeta griego Eurípides ya hablaba de lo que hoy se ha naturalizado bajo el concepto anglosajón del guilty pleasure. Y eso que en aquella época todavía no se había inventado el pop. Que se sepa; ni siquiera tenían todavía a Demis Roussos. A pesar de eso, la conclusión de Eurípides era tan dramática como errónea. Si trampeamos ligeramente su significado original y lo sustituimos por el actual, la realidad es que el poeta griego era demasiado trágico (guiño) para disfrutar de una canción de Carly Rae Jepsen.
Del concepto casi metafísico de Eurípides hemos pasado, unos cuantos siglos después, al significado más plano de la expresión. Desde que a finales de la centuria pasada se empezara a popularizar la expresión, ésta no ha dejado de perder significado y adelgazar por el camino hasta llegar a su anorexia semántica actual. Hoy, el guilty pleasure se limita exclusivamente al disfrute de ese teórico producto cultural cuya condición es abiertamente indigna de ser disfrutada por cualquier sujeto movido por el criterio y el rigor. Esto, trasladado a la música, se traduce fundamentalmente en discos o, en el mejor y más habitual de los casos, canciones que uno disfruta con la pesadumbre de estar renunciando a la sensatez durante unos 200 segundos.
La pregunta es si existe un sentimiento de culpa genuinamente interno por disfrutar del “Tik Tok” de Ke$ha o si, en realidad, no se trata más que de un sucio subterfugio de cara a la galería. ¿Uno se siente mal por masacrar, sesión privada de Spotify mediante, el “Blurred Lines” de Robin Thicke y Pharrell Williams, o lo hace por no verse capaz de justificar razonadamente en público las virtudes del producto de la comida rápida cultural? ¿Es menos cultura la cultura de masas (de verdad)? ¿Comparten el mismo rango de cultura el notable primer disco de Justin Timberlake, el reciente A Head Full of Dreams de Coldplay y el The Seer de Swans? ¿Debe la cultura que otorga caché social, y en este caso concreto el disco, ser de digestión pesada, difícil y, por definición, de alcance relativamente corto? ¿Es, además, un estúpido cliché de ida y vuelta y, entre los fans del último hit de Justin Bieber (que, por cierto, comparte ADN con cierto cantautor insumiso de los 90) también hay quien oculta que le ha gustado el último disco de Björk?
Todo parece indicar que, en realidad, no se trata más que de otra impostura del siglo XXI. Al menos en el caso de la música popular. Por algo es popular. Esto ha quedado demostrado en situaciones recientes en las que ambas realidades culturales, la de las masas y la del caché social, se han cruzado sin que el universo se haya replegado sobre sí mismo. En el momento en el que a Ryan Adams se le ocurrió versionar al completo 1989, el disco de Taylor Swift, un escalofrío recorrió la espalda de más de un crítico, pero poco más. Sin embargo, el encuentro entre los dos mundos, asumiendo que Adams no es un desconocido pero su fama se esconde detrás de las cortinas frente a la de Swift, sólo confirmó que lo de los guilty pleasures es una estupidez rotunda.
Entre las diez canciones más escuchadas de Coldplay en Spotify sólo hay dos pertenecientes a la época en la que Chris Martin y compañía estaban al otro lado del cristal. Para Platón y Aristóteles, además de para más de un crítico musical, esto sería una aberración incompatible con la supervivencia intelectual, puesto que para ambos las cotas más altas de placer estaban reservadas al sacrificio intelectual más generoso. Y al final resulta que no, que se puede disfrutar de igual manera “Yellow”, “The Scientist” y el último hit “Hymn for the Weekend”; que se puede formar parte de las 600 millones de reproducciones de “Bad Romance” y haber ayudado a agotar los abonos del Primavera Sound antes de tiempo. Es momento de suprimir ese componente protocatólico del placer que tan bien retrataron en Los Simpsons con la monja que cantaba aquello de si eres feliz y lo sabes, es pecado. La alegría es breve en todos los placeres, me temo, querido Eurípides.
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