La vida es devastadora. Así, tal cual. No me lo dijo ningún filósofo. Me lo dijo por la calle una amiga de mi suegra a las pocas semanas de morir esta, mientras yo recogía de la peluquería canina a nuestro perro, que había sido de mi suegra, pero entonces ya era nuestro a causa de su enfermedad, y quien también se nos iría en unas semanas. Hace casi quince años de esto, pero desde entonces no pasa un solo mes sin que recuerde aquella frase. Las mejores no suelen estar en los titulares de prensa.
Me acuerdo no solo cuando alguien cercano se marcha para siempre, sino también cada vez que paso por un lugar que en algún momento significó algo en mi vida y apenas es ya una sombra de lo que fue. Un recuerdo, cada vez más vago. Uno se da cuenta de que se hace mayor cuando pasea por su ciudad y (casi) todo lo que ve son ex sitios. Ex lugares. Locales que en su momento fueron restaurantes, pubs, discotecas, salas de conciertos, y ahora son supermercados, hoteles para guiris, pisos turísticos o comederos de fast food.
Cualquier melómano sabrá del Penta, del Amador, del Kwai. Garitos que marcaron a quienes escribieron canciones nombrándolos. Cualquier musiquero (sí, odiosa palabra, pero no encuentro ninguna similar a la preciosa letraherido en el ámbito musical) habrá experimentado alguna vez esa sensación adolescente de entrar por primera vez en un antro en el que suena exactamente la misma música que uno consume con devoción en su casa, sobre la que lee, aquella que le devana los sesos y le apasiona.
A mí me ocurrió por primera vez hace treinta años y dos meses, en un sitio que se llamaba Tranquilo Niebla. Hace muchos años que es un dispensador de kebabs. Paso por delante de él todas las semanas, y aún me da una punzada en el estómago. Me consuela saber que no pocos de quienes allí pasábamos muchas noches aún vivimos ligados profesionalmente a la música.
La vida es tan devastadora que hay cosas que nadie va a recordar a menos que alguien se moleste en escribirlas. Cuando compres un cuarto de kilo y mitad de pollo, en un Consum de la valenciana calle Emilio Baró, nadie te va a explicar que allí mismo, en ese exacto lugar y hace no tanto tiempo, atronó la música en directo de Ramones, Chris Isaak, Pixies, Bauhaus o Kraftwerk.
Cuando pases ante las naves de la calle Juan Verdeguer, tampoco notarás las vibraciones de ultratumba de Enrique Morente contándote cómo le fue el día en que se le ocurrió marcarse un irrepetible martinete flamenco junto a Sonic Youth. Si paseas ante un edificio de oficinas de la Generalitat Valenciana en la calle Moro Zeit, casi en el corazón del barrio chino, difícilmente se te van a aparecer los espectros de Tommy, una de las primeras óperas rock españolas, muchos años antes de que el Teatro Princesa fuera pasto de las ratas (primero) y de las llamas (después). Yo casi ni había nacido entonces, pero sí pude ver allí antes de su ruina a Serrat y a Lluís Llach.
Nuestra patria cada vez tiene más que ver con la preservación de la frágil memoria de todo lo que nos ha hecho llegar hasta aquí.
Ojalá un recorrido turístico urdido a base de psicofonías de nuestros ex lugares. Ojalá todos aquellos flujos de energía reviviendo con la misma intensidad en los mismos puntos, aunque imperceptibles a la vista, pero sintiendo su aliento en el cogote. Sería fascinante.
Escucho cerca de veinte o treinta novedades discográficas cada mes. Aproximadamente. De todos los estilos imaginables. Me gusta estar al día. Mi trabajo lo fomenta. Diría que hasta lo exige, aunque habrá quien no lo vea así en estos tiempos tan dados (cada vez más) a escribir solo de aquello que nos gusta, y no de aquello que es noticia. También intento no apoltronarme. Saber cómo piensan quienes tienen ahora la edad que yo tenía entonces. No perder nunca el hilo de cualquier nueva tendencia. Estar físicamente en forma. Otear el horizonte de los cincuenta sin ningún tremendismo. Al contrario: lo celebraré como mejor pueda. Con mucha alegría.
Pero tampoco puedo evitar, parafraseando a aquellos que dicen que la patria es la memoria de la juventud, sentir que mi patria, nuestra patria, cada vez tiene más que ver con la preservación de la frágil memoria de todo lo que nos ha hecho llegar hasta aquí. No para ese regodeo en la nostalgia que en realidad no lleva a ninguna parte, sino porque cuanto más claro tengamos de dónde venimos, más claro tendremos también a dónde vamos. Y entonces, aunque solo sea por un rato, la vida ya no nos parecerá tan devastadora.
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