Entre el 15 y 20 de marzo, el Festival Americana asaltó su principal sede en los cines Girona de Barcelona para llevar a cabo una novena edición marcada por cierto estancamiento causado por la pérdida de género, en detrimento de las cada vez más invasivas plataformas y sus poderosos marcos corporativos que les permiten acaparar ficción a granel, incluso de aquella que se sitúa en los márgenes y afecta solo a nichos cinéfilos, que es, propiamente, el target al que va dirigido este festival pequeño de Barcelona. Ante esta tesitura, y ante una climatología desalentadora que invitaba a refugiarse en casa, los organizadores levantaron una edición marcada por altibajos de asistencia, y de calidad entre las propuestas seleccionadas. Sin embargo, no hay año en que no haya títulos a rescatar y celebrar en su programación.
Pocos nombres resolutivos que convoquen a público con su mera enunciación, pero sí propuestas en los márgenes de la industria hollywoodiense que han puesto sobre la mesa un cierto estado del cine independiente estadounidense. La primera en recibir al peregrino del festival fue La aspirante. Filme con el que la debutante Lauren Hadaway se coronó en el último Festival de Tribeca. Su obra gira alrededor de la obsesión perfeccionista de una remera universitaria. Su forma pomposa esconde esos tics de cierto cine independiente de esas coordenadas que se parapeta detrás de cierta estética sonante para esconder las grietas del relato sobre el que se vuelcan sus imágenes, en este caso, además agravado por la ausencia de un dibujo psicológico profundo que ayude a entender las acciones que la protagonista lleva a cabo.
Por su parte, Catch the Fair One se incorpora en el trillado género del thriller vengativo del no menos trillado espacio de la América profunda. Sin embargo, la propuesta de Josef Kubota Wladyka logra jugar con eficiencia sus cartas ya conocidas para agarrar al espectador en el seguimiento de este descenso a los infiernos rurales de los Estados Unidos de la mano de una boxeadora herida que interpreta con solvencia la púgil Kali Reis.
Desde hace pocos años el festival barcelonés se ha abonado a recuperar obras de la constelación indie que, por diferentes motivos, han sido abducidas del vértice de la existencia. Este año, la sección Lost Sessions la han protagonizado dos cintas que se encuentran entre lo más estimable de lo visto en las pasadas jornadas. Por un lado, Chameleon Street, la ópera prima con la que Wendell B. Harris Jr. conquistó el premio del Jurado en Sundance del lejano 1990, antes de desaparecer del mapa. La película se erige como un disparatado, audaz y divertido artefacto que sigue los pasos de William Doug Street, un tipo que, harto de la vida que llevaba, decidió adoptar distintas identidades para lucrarse hasta que fue pillado y acusado de estafa. Este trasplante de identidades, tan cercano a Zelig, o a la historia recogida por Steven Spielberg en Atrápame si puedes, le sirve a Harris Jr. para experimentar con la forma y distintos registros a medida que el personaje central va mutando de piel. Con una frescura en la realización que recuerda al Spike Lee de los inicios, pequeños flirteos con el humor paródico y absurdo de los hermanos Zucker y Jim Abrahams, y una libertad formal y narrativa sin ataduras tan propia del cine indie de los 80s y los 90s, y que brilla por su ausencia en la actual línea temporal como denota el grueso de lo proyectado en este festival. Algo no aplicable a Tchoupitoulas (2012), una propuesta desnutrida de artificios y formalidades. Bill Ross IV y Turner Ross proponen una pieza de cinema verité, impulsada por cierto latir poético e hipnótico; un acercamiento, desde la no ficción, a la aventura nocturna de tres hermanos de barriada pobre por el Nueva Orleans frenético del Mardi Gras. Con ese estilo del que ya dejaron muestras en “Bloody Nose, Empty Pockets”, otra perla que combina ficción y realidad y que se pudo disfrutar en esta misma cita un año atrás.
La parcela que albergó mayor interés fue sin duda la del documental. Los que quedaron marcados por la película Kids tenían en We Were Once Kids una cita obligada. Hamilton Harris (uno de los jóvenes que aparecen en la película) destapa el drama que se acopló a varios de esos skaters que desfilaron por el icónico film de Larry Clark. Una extensión de la tragedia que ya se palpaba en una obra que recreaba la vida urbana salvaje de esos chavales desbaratando su futuro en las calles a través del sexo, las drogas y la violencia. Sin embargo, la mirada de Harris, narrador del asunto, con la complicidad del director Eddie Martin, parte del rencor más que del encuentro de un punto de vista objetivo para dirimir la suerte, y su ausencia, para esos chavales descubiertos por Larry Clark y Harmony Korine. Es un ajuste de cuenta que guía en exceso el desarrollo del documental.
Todo lo contrario que Ascension, el fascinante recorrido de Jessica Kingdon por los entresijos de la gran fábrica del mundo. Kingdon logra penetrar la hermética sociedad de la china moderna y descubrir sus interioridades de una forma abrumadora. Un viaje audiovisual sensorial, sin apenas discursos, tesis ni diálogos, sino una mirada de intencionalidad neutra al sueño chino, la cultura empresarial, el ocio y la diversión programada y todos aquellos aspectos que definen y convierten a China en la potencia mundial del futuro. Los espectaculares y sorprendentes planos ingeniados por su directora, y la excepcional partitura de Dan Deacon, conectan esta obra nominada al Oscar con otro visionado fascinante de no ficción a la que no le hacía falta ningún discurso ni diálogo para conmover al espectador: el Koyaanisqatsi de Godfrey Reggio.
Una de las sesiones más concurridas de todo el certamen fue Zola. La segunda obra de Janicza Bravo parte de un hilo de Twitter de 148 tweets para armar su historia. Esa vaguedad argumental queda expuesta en un desarrollo escaso y vaciado, acoplado a un relato bastante plano que resigue el viaje de dos strippers por Tampa. Una aventura poco estimulante en su inofensivo acercamiento al submundo criminal y de la prostitución que busca en el retrovisor, mal calibrado, la aureola de Spring Breakers y The Florida Project.
La gran triunfadora del Americana, distinguida con el premio de la crítica y el del público, fue Mass, film que ya había conquistado algunas condecoraciones en los Independent Spirit Awards y en su première en Sundance. La obra de Fran Kranz explora los traumas y las crisis anímicas de dos parejas de padres intentado cicatrizar las enormes y trágicas heridas causadas por el hijo de una de estas. Cuatro actores, y un solo escenario, le bastan a su artífice para moldear este eficiente drama de cámara sobre un tema siempre candente en la sociedad estadounidense.
El festival clausuró con una feel good movie titulada Nine Days. Galardonada en Sundance 2020, el filme gira alrededor de un heterodoxo proceso de selección para enviar a la tierra a personificaciones de almas humanas. Edson Oda es el artífice de esta original y reconfortante cinta con la que cerró unas jornadas que se completarían con una retrospectiva dedicada a Tim Sutton, un cineasta fiel al extrarradio de Hollywood. La fiesta indie sigue ahora en Madrid (en el círculo de Bellas Artes hasta el domingo 27 ) y en Filmin hasta la misma fecha.
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