De pequeño, la famosa leyenda (romana, pero posiblemente apócrifa) según la cual una ardilla podía atravesar la península saltando de rama en rama desde Jaca a Gibraltar me parecía, de una culpable manera, tan triste como angustiosa. De un lado, uno creía sentir la profunda insatisfacción vital del animal, incapaz de decidirse, de establecerse o de encontrar, como se dice, su lugar en el mundo (como a tantos nos cuesta encontrar hoy nuestro lugar en España). De otro, ¿no confundiría esa ardilla schopenhaueriana tras uno cualquiera entre sus saltos si era real la siguiente rama o la soñaba?, ¿por qué nada interrumpía el hilo de madera entre su monótona labor y su abandono, es decir, por qué le resultaba imposible dar reposo a su esperanza? Afortunadamente, entre Jaca y Gibraltar, en el amplio valle del Ebro descansa el desierto de Los Monegros, un espacio vacante de dos caras, un costado amable, hospitalario en su amplitud, y un reverso terribilis sobre el que escribió Pío Baroja repitiendo, no sé si sin saberlo, algunas imágenes de la Chanson de Roland.
Y es justamente en ese espacio desguarnecido, bajo una bóveda azul intenso poco protectora (frente a la conocida imagen de Paul Bowles) y una premonición de lo terrible, donde se quedará sola la primera protagonista de «Cena de mayores», la historia inaugural de lo que tengo por uno de los mejores libros de relatos de este año, No era a esto a lo que veníamos (Candaya, 2021) de la escritora de Zaragoza, ganadora del Puchi Award, del premio Cálamo Otra Mirada y el premio de Narrativa de la Asociación de Críticos Valencianos, María Bastarós. El desierto es un lugar propio para la revelación, para la súbita y fantasmal aparición del animal (en todo su simbolismo como en los Nocturnal Animals de Austin Wright llevados al cine por ese estupendo esteta que es Tom Ford). Las historias de Bastarós, con sus amenazas, sus turbaciones y sus animales nocturnos, parecen reptar o emergen precisamente en las coordenadas geográficas y abstractas de lo inhabitable y, a menudo, solo insinúan, en un silencio, en una elipsis, a la manera de Raymond Carver, un peligro acechante, una lágrima como espejo donde se refleja aquella bóveda del desierto, un anticipo de la desolación.
En efecto, tanto el terreno yermo o, mejor, desamparado, como la intuición del peligro en lo cotidiano, tanto la súbita bajada de la temperatura del desierto como el costado oscuro de la mente humana, tanto la figura de la niña (vulnerable y terrible, ávida y rabiosa) como la del depredador (en sentido literal –un oso– o metafórico: el capital, la relación trabajador/empresario, el alienante entorno laboral –como en «Marabunta–, el amor idealizado, el convencionalismo al que Heidegger se refirió como mandatos del «se» –vivir como se vive–) constituyen todos ellos, el hilo conductor que da forma, unidad y consistencia a este nuevo título de colección de narrativa de la editorial de Barcelona.
Los relatos de María Bastarós constituyen, a mi juicio, un ejemplo de la literatura «singular» pues reúnen los tres requisitos fundamentales de la singularidad como atributo de lo literario: un pensamiento original (al que accedemos no solo en la digresión), un miedo personal o intimísimo (algo relacionado con la opresión exterior y con el cuerpo) y una confusión personal muy creativa entre tema y espacio (si el espacio es un territorio o un mundo no es algo decisivo aunque yo prefiero a los escritores que hacen de un pequeño espacio un mundo: un viejo cine, un deslunado, un solar, un parque, una taberna de parlanchines a la manera de Hrabal).
Bastarós consigue que el lector varón se asome a la violencia de género como una amenaza tan omnipresente como estructural.
Cargados de la temperatura extrema (de variación extrema como en el desierto de Los Monegros) y de una hostilidad material al modo de los no lugares de Marc Augé (una carretera, una gasolinera, un supermercado tipo Walmart), en todos ellos cobra angustiosa presencia «la amenaza primordial»: el abuso, la niñez como «puro deseo», el enigma –moralmente insondable– de la relación entre la violencia estructural (cultural en un sentido etnológico) de nuestro dimorfismo sexual.
Hay en las protagonistas de No era a esto a lo que veníamos un deseo de escapada (más sutiles o más explícitos como en «Hambre de qué») y un arrebato de lucha por la supervivencia tanto en relación con los subsistemas sociales (estéticos, políticos, económicos o espirituales) opresivos como frente al dominio que resulta de una forma de relación sentimental. El rito iniciático (fenomenal el relato de nombre semejante –«Ritual iniciático– con unos personajes juveniles al estilo de George Saunders), la voladura de la inocencia o las distintas formas de atravesar un desierto personal, permea estos cuentos duros en los que la autora se alinea, en ferocidad, con algunas de las bad girls de A. M. Homes.
En la mayoría de ellos, el lector presiente el ataque, en otros le salta a la cara de improviso. Bastarós consigue que el lector varón se asome a la violencia de género como una amenaza tan omnipresente como estructural y sin embargo, las protagonistas no se ocultan bajo un velo de pesadumbre. Ninguna es débil ni se amilana, antes muere, devuelve con ferocidad el golpe o se transforma. En «Nunca sale gratis» la dialéctica entre perturbación y cambio permite reflexiones (con ecos del pavor por lo blanco de Moby Dick) tan inteligentes como esta:
De reojo, observé durante unos segundos a mi marido. Inicialmente no percibí nada en particular, pero pronto reparé en algunos detalles: estaba más rígido de la cuenta, los ojos fijos en la pantalla pero sin pararse en ella, como si la atravesara con la mirada y su vista estuviera fija, en realidad, en la pared blanca. También vi que cogía palomitas del bol, las acercaba a su boca y, finalmente, las volvía a dejar donde estaban. Repetía el gesto todo el rato, tanto que daba la sensación de estar comiéndoselas con normalidad. Me pregunté si, sometido a escrutinio, todos sus gestos serían así, una especie de reproducción vacía de lo cotidiano. Tal vez los míos también lo serían.
En «Amor» (un relato de violencia brutal con descripciones corporales afiladas en la estela de Jim Thompson) la crisis como tiempo de cambio se resuelve en las coordenadas de la rape revenge. En otros, como en «Notre-Dame reducida a cenizas» ese tránsito o transformación adquiere la forma de superación personal, no necesariamente exitosa. En otras ocasiones, el detonante de la acción es la decepción (una suerte de decepción activa), el descubrimiento del fraude omnipresente. Se reconoce, por lo demás, aquí y allá una afinidad (no necesariamente una influencia) con la impactante literatura de Donald Ray Pollock (los secundarios de El diablo a todas horas), de Elfriede Jelineck (el círculo de la crueldad y la sumisión), de Jon Bilbao o incluso del bestiario y del universo hipnótico-onírico de Ferrer Lerín.
Del lado de lo discutible, quizás algún crítico podría señalar que hay en el primer relato algunos párrafos sin depurar, usos transitivos de «hablar» o conectores poco ortodoxos («cosa que»). Sí, pero como si un torrente de ingenio y de genio, como si una enorme potencialidad –podríamos rebatirles– empujara a esta singular narradora febril y apresuradamente hacia adelante, hacia la finalización, hacia la agudeza impar, hacia los colmillos de Grizzly Bear (el oso como otra figura del omnipresente depredador) es precisamente el genio lo que se desborda. Se podría objetar también a alguna historia («El día de la escopeta») el peso calculado de la situación límite (en la tensión creciente que introdujo en el cine actual el reconocible Quentin Tarantino) y un dibujo plano del registro masculino. Sin embargo, personalmente creo que se ha revelado algo en la sociedad actual que hace que ninguna exageración de Bastarós en este punto (galería de hombres retardados, tarados, imbéciles o ensimismados) suene forzada o inverosímil. También es posible que la prescindible inclusión de «Los que mantienen el fuego» –prescindible no por su calidad (es uno de los mejores relatos) sino por romper el protagonismo femenino, el hilo conductor, la unidad material– obedezca a aquello que la autora haya podido distinguir en la incomprendida y abisal soledad del pedófilo.
En el insociable deseo de su protagonista (el inhibido «buen pedófilo» y no el «mal pederasta» que se dibuja al final de Happiness de Todd Solondz) parece haber una cierta afinidad con otro tipo de soledades tan bien definidas en el libro o –a lo que íbamos– a sugerir con humor y perspicacia un remedo de esa potencial acusación de que los personajes (los hombres) de sus relatos podrían parecer inintencionalmente reducidos a su esencia monstruosa: solo Oskar es presentado por su incorrecto nombre.
Caen, sin duda, en la casilla del acierto, el riesgo que la autora asume al adentrase en el tabú, así en el incesto de la poderosa e impactante «Instrucciones para salvar a un grillo», la clarividente conciencia del límite al que lleva la inversión de los cuentos de hadas, su pericia en una serie de finales brillantes tan abiertos como inexorables, la calidad de un estilo brioso que, de tanto en tanto, salta por encima de todo lo que uno ha leído este año, la repentina gravedad que cobran sus historias cuando los personajes se ahogan bajo el peso de una atmósfera súbitamente enrarecida.
Nos conmueven, además, sus fuertes exhalaciones poéticas (en bellos relatos de títulos à la Foster Wallace como «Tan despacio para quienes esperan») incluso cuando la libertad resulta del deseo salvaje (en la infancia los deseos «puros» no tienen cortapisas porque los niños no inhiben, no saben inhibir, sus deseos) o de la lucidez muy natural en la infancia (la descripción del hippie como hombre-mono en «Las chicas no»), el costado lúdico del sexo, la tranquila aceptación de lo fantástico o las posibilidades que se abren tras el crimen. Encuentro también un acierto muy feliz, el complejo hilo de sus guiños cinematográficos y las poderosas imágenes desde It (el sexo en grupo) a Wim Wenders, Werner Herzog o David Lynch (Wild at Heart) y la riqueza visual (en retratos muy seductores al estilo de Alex Prager o Nicolas Winding Refn) que acompaña las premoniciones macabras, las señales de alerta y los giros malevolentes (un estilema muy singular de nuestra autora) que podrían apuntar a referencias más violentas como las de Takashi Miike, la sordidez en el interior de los hogares con gotelé de humor negro de Ulrich Siedl, o, particularmente, el cine de la también austriaca Veronika Franz (una cineasta que nos ha mostrado historias que coinciden en su alto vuelo y en la sublimada sordidez de su temática con la órbita más personal de Bastarós), así Ich seh, Ich seh (Goodnight Mommy, 2014), algunos momentos íntimos de la Kynódontas (aquí Canino) de Yorgos Lanthimos o referentes olvidados de las mejores antologías (películas de episodios) de terror: a mí los deseos de orfandad o de voladura del ámbito familiar presentes en distintas historias me recordaron «An Act of Kindness», el «segmento» interpretado por los Pleseance –Donald y su hija Angela– en la producción de Amicus, From beyond the grave.
Relatos en primera persona como un alter ego muy unreliable (ecos de esa figura narrativa de Wayne C. Booth en la historia del mentor en Tercer grado), amor por el arte, traumas de desatención. Niñas con deseos que parecen distanciarse de su voluntad consciente como cometas empecinadas en romper el cristal de la bóveda celeste del desierto, tacto de no-lugares, altos intereses sobre el ya inflacionista precio del desliz, falsos profesores angelicales, desplazamientos circulares en el tiempo. Mérito de la autora es huir de la descarga de agravios y hacer vibrar sus imaginario en motas de polvo diseminado entre Canadá y Los Monegros, entre la América profunda y una gasolinera de Aragón.
María Bastarós sigue felizmente empeñada en levantar su singular Welcome to the Dollhouse, porfiada en echar luz sobre las oscuras debilidades de la clase media periférica (como en «Nunca sale gratis»), en hacer equilibrios entre la ocultación y la violencia, o en la creación de personajes que superan a la Aviva Victor de Palíndromos. Sonrisas que se quedarán heladas, lacerante sentido de la diversión, itinerarios tan turbios como magnéticos impregnados de descubrimiento donde se distingue el olor de una intensa y retorcida melancolía. La inteligencia de Bastarós es una inteligencia inquietante. Por todo ello, es una suerte para el panorama literario que nuestra autora siga jugando con las niñas, explicándoles ciertas estrategias, algún secreto (no entrad ahí).
Si en Historia de España contada a las niñas se perfilaba la impetuosa forma literaria de una intuición, en No era a esto a lo que veníamos, el estilo de Bastarós escala, se hace singular y reconocible en la inasible cualidad de su gran talento, en su pequeño y retorcido horror salpicado de sangre y reversos, en sus premoniciones ontológicas y en sus embates inteligentes del estado de las cosas, en sus tensiones crecientes y en sus giros malevolentes: Una forma perversa de escribir y de pensar rayana en la genialidad.
Hermosos: movimientos de Floating Points, Pharoah Sanders & The London Symphony Orchestra – Promises.
Malditas: variantes pandémicas.
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