Los grandes personajes de la ficción nunca terminan de morir. Hamlet sobrevive más tiempo a Shakespeare que a Laertes. Es probable que Gatsby y Ana Karenina asistieran íntegros a los funerales de Fitzgerald y Tolstoi. Cada 16 de junio, Leopold Bloom vuelve a recorrer las calles de Joyce.
A menudo he fantaseado con la posibilidad de estudiar las correspondencias entre la duración de la vida ficcional (la esperanza de vida de los personajes cervantinos y la edad media de los individuos en las novelas de Kafka, por ejemplo), su resurrección en la literatura crítica secundaria, su desigual presencia en las representaciones normativas, sus reencarnaciones, breves o largas, en patrones ilustrativos y en espejos del orden social.
¿Es más continuo, más imperecedero, un superviviente de la trama de la novela que un personaje cuyo final es descrito vívidamente por el autor? Y si distinguimos, siguiendo a Iris Murdoch, entre personajes creados por la fantasía de los forjados por la imaginación, ¿cuáles entre ellos son los primeros en evaporarse de un imaginario cultural? Ambos se asoman de tanto en tanto al presente, pareciera que ondearan, que titubearan en las secuencias del tiempo como estandartes de un ejército que nunca termina de asediar un pensamiento establecido.
El corazón, la valentía, la honradez o cierta pureza del espíritu de los actores de la comedia de Molière fluctúan a lo largo de los siglos: nacen, alcanzan un cénit, entran en declive, acaso un día del futuro se desperezan. La fidelidad o la caballerosidad de los contrapuntos ficcionales (los personajes afónicos de W. G. Sebald, los arrinconados de Walter Benjamin) cotizaron alto en el medievo y en los altos imperios. Hoy, aunque los mercados premian la flexibilidad y algún tipo de inteligencia (que no yo sé muy bien en qué consiste) lo cierto es que se han normalizado un sinfín de empleos premodernos (mucamas, cocheros, gorilas fidelísimos). Los expulsados del gran supermercado ni siquiera actúan en los márgenes del guion del fin de la Historia.
La supervivencia se sublima en los arquetipos del mundo grecolatino, en el héroe homérico, en la heroína del teatro clásico. Nietzsche reconfiguró tanto a Apolo como a Dionisio. Heidegger iluminó los ojos del pensamiento presocrático. Félix Guatari y Gilles Deleuze invirtieron la figura del mítico rey de Tebas en su Anti-Edipo hilando el análisis del sujeto trágico con el capitalismo y la esquizofrenia. Porque desde luego, corresponde a las distintas corrientes analíticas del gran río vienés, el «flujo Freud», por así decir, dotar de dobles, de triples vidas muy disímiles a seres que encarnan fortísimos anhelos y temores. Es lo que hizo Slavoj Žižek en The Triple Life of Antigone, textos dramáticos que han servido de base a la película de Jani Sever (Antígona: cómo osamos, 2020) que pudimos ver en el reciente Atlántida Film Fest: film documental con una poética en tres espacios: (#1: tics –físicos e ideológicos– de Žižek; #2: imágenes de la actualidad política; # 3 recreación teatral).
En la tragedia de Sófocles (representada en 441 antes de Cristo, otra muerte ficcional de final abierto), Edipo se ha arrancado los ojos al descubrir que dio muerte a su padre (en el primer accidente de tráfico relevante) y que tuvo cuatro hijos con su esposa-madre Yocasta. Como un toro de dolor mugiente vaga por los acantilados sublimes con su hija Antígona. Sus hijos varones, Polinices y Eteocles, acuerdan turnarse en el trono tebano, pero tras el primer año Eteocles rompe su promesa. Polinices acerca un ejército foráneo. En el prólogo de la tragedia ambos se dan muerte. El rey Creonte impide que Polinices el traidor (no a la promesa sino a la patria) sea enterrado. Su cuerpo será alimento de los animales carroñeros. Antígona conduce a Ismene (la otra hermana) fuera de las puertas de palacio: quiere enterrar a Polinices. El desafío a la ley y al poder es manifiesto. El coro escucha pero respeta la norma de Creonte. La voluntad de Antígona es demasiado fuerte: cubre de tierra al hermano: hay leyes divinas por encima de las humanas, dice antes de ser condenada a muerte (encerrada sutilmente viva en una tumba excavada en la roca). El adivino Tiresias ve en la acción del perro que deposita trozos de la carne de Polinices en los altares una alarma, acaso una duda. El coro gira. Se lanza una profecía. Antígona se ahorca y otras muertes –la de la esposa Eurídice, la de Hemón, su prometido, hijo de Creonte– cierran el círculo de la tragedia.
Al final queda solo (el solo que antes iba sin tilde) el orden.
Como Edipo, Antígona resucita a lo largo de la historia, así en el tránsito desde la razón al espíritu en la Fenomenología del espíritu de Hegel. Søren Kierkegaard enlaza la expresión de su tragedia entre la ética, la estética y la teología mientras que María Zambrano la ubica en el nido metafísico de la razón-poética. En Filosofía del derecho se le presenta todavía como adalid del derecho natural (un oxímoron, porque el derecho siempre es histórico y social). Ahora, en Antígona: cómo osamos, 2020, Žižek la lee como un texto abierto: ¿es Antígona el megáfono de los oprimidos o una fundamentalista? ¿Qué posición tomaría ante la crisis de los refugiados y ante la construcción europea? ¿Estaría con la norma de la construcción supranacional o se expresaría nacional, irracional, románticamente como Marine Le Pen, esa que grita? ¿Se adhería al estado de derecho o a las nuevas tendencias de la emoción?
En Antígona: cómo osamos, la superposición y la alternancia de imágenes históricas relacionadas con las protestas ante el calentamiento global, las crisis migratorias o con el ascenso de partidos anti-sistema (me refiero con este término al Frente Nacional, al entramado de Nigel Faragel y su Brexit, etc.) crean una sensación de caos y esa ambigüedad donde los filósofos-estrella se desenvuelven mejor.
Es cierto que el documental plantea cuestiones interesantes, en particular el enfoque dramático del Parlamento Europeo (la única institución de la UE que representa directamente a la ciudadanía), pero la sugerencia, un tanto cínica, de un peculiar compás entre las noticias del mundo y la subversión que se queda en nada (Greenpeace, Greta Thunberg and so son) tiene demasiado de cínica. En el debe del filósofo esloveno veo de nuevo su corta (y en gran medida atrevida) visión de la emigración (un fenómeno complejo y no un problema, una oportunidad biopolítica, económica para los mezquinos, moral en el mejor de los casos) y nuevos-pequeños líos de fondo: en mi opinión no se puede comparar la absurda represión del también absurdo referéndum catalán con las bellas causas (lucha contra el calentamiento global, ayuda de los refugiados) que realmente deben importar hoy al ciudadano cosmopolita: tampoco queda claro lo que Žižek liga al nostálgico e insolidario Brexit o a la falta de escrúpulos de Trump.
A mi juicio, el acierto de esta revisión de Antígona reside en la desconfianza ante los grandes gritos de protesta meramente emocionales, en la delicada suspicacia ante los clamores afectivos amplificados en la red: bramidos en un espejo que dejan la estructura el sistema tal como lo observaron. El trasfondo moral lo expresó mucho mejor Hegel: la experiencia de la tragedia es concebir un conflicto entre dos bienes incompatibles; tanto Antígona como Creonte tienen razón. Iris Murdoch (La salvación por las palabras): Una gran tragedia nos deja con la duda eterna. Nuestra tragedia contemporánea es bien distinta: mientras siga el capitalismo financiero y el modelo depredador de la globalización con su dogmática búsqueda de la ganancia lo malo seguirá igual, ¿qué alternativas políticas nos podrían ilusionar?
Queda el interés por un psicoanálisis encarado a los problemas socio-políticos y no solo a los avatares psicológicos. El fracaso bien diagnosticado de la Europa errática y posmoderna. Para quienes confiamos más en el estado que en los pueblos, en la razón que en la emoción, en el individuo antes que en las familias, en las instituciones (¿qué otro país con menor peso de una tradición democrática institucionalizada habría soportado el paso de una bestia como Trump?) antes que en los líderes y en la lucha por la igualdad social antes que en la nueva fragmentación identitarista, el grito de Antígona bien podría ser el grito de la desobediencia civil frente al insolidario repliegue narcisista-nacionalista y la lógica contra-ecológica del capitalismo global, ese que tantas veces refuerza la ley.
Hermosos: textos de Sófocles.
Malditas: políticas austericidas.
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