Una vez le preguntaron a Akira Kurosawa acerca de su maestría con las imágenes, le decían asombrados que cómo había aprendido, si su estilo estaba basado en pintores japoneses u occidentales, el director japonés no se lo pensó mucho y contestó: He estudiado a John Ford.
Desde que siendo niño su padre le llevara a ver westerns, Kurosawa desarrolló una enorme afinidad por el género y, por encima de todos, por el director que llegó a definir su mito. Es normal que su fuerte influencia se notara en sus películas, particularmente en sus clásicos de samuráis, como Los siete samuráis o las dos películas con las que el japonés pondría las semillas de un nuevo género, que tomaría el relevo de Ford en el mundo del western. Se trata de Yojimbo y su secuela Sanjuro, protagonizadas por su John Wayne particular, el gran Toshiro Mifune, a las que podríamos definir como Sushi Western o, lo que es lo mismo, las raíces para Sergio Leone y su Spaghetti Western, al igual que el personaje de Mifune serviría para modelar a la otra gran figura del género, junto a Wayne, el hombre sin nombre de Clint Eastwood.
Pero comencemos por Yojimbo. La película comienza situándonos temporalmente, es 1860 (una época paralela en el tiempo a la del Salvaje Oeste) y nos informan que después del colapso de la dinastía Tokugawa, muchos samuráis se han quedado sin empleo y vagan por Japón en busca de trabajo. Conocemos a nuestro protagonista, su carácter errante se nos muestra al llegar a un cruce de caminos, tirar un palo al aire y continuar por donde le indica el palo. Llega a un pueblo y nota que hay posibilidad de negocio al haber dos bandas enfrentadas.
La forma en la que Kurosawa nos muestra el pueblo es puro cine del Oeste, casas a ambos lados y un gran pasillo central, una cantina y todo el mundo asustado. Eso sí, este maestro de la moral y la ética, se aleja aquí de Ford y nos muestra un pueblo en el que muy poca gente se salva, ni siquiera está clara la moralidad del samurái, aquí no vamos a ver una película de buenos contra malos, aquí solo vemos dos bandas codiciosas enfrentadas unos a otros y un mercenario dispuesto a sacar provecho de ello.
De los tres grandes directores clásicos japoneses, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi y el propio Kurosawa, este último era el más occidental, algo que se nota también aquí, no solo por las influencias del western, sino porque el argumento parte de una novela de Dashiel Hammett, Cosecha Roja. Así que en la película que pasaría a definir el Spaghetti western tenemos una idea de uno de los tótems del cine negro.
El samurái no tiene nombre, cuando le preguntan por uno, mira por la ventana y ve un campo de moras, así que responde Kuwabatake Sanjuro, que no es otra cosa que “campo de moras de 30 años”. Había nacido la leyenda del hombre sin nombre, algo que se confirma tras su primer duelo, cuando ve al responsable de los ataúdes (el hombre más feliz del pueblo) y le encarga dos, se da una pequeña vuelta para ver el resultado de su escabechina y se corrige Mejor que sean tres. En Roma, tres años más tarde, otro enamorado de Ford tomaría notas tras ver la película, su único cambio, poner uno más.
Yojimbo es una verdadera maravilla que ya tiene muchas de las claves del cine de Leone, aunque este, más allá del argumento copiado, lo llevaría al extremo, creando un estilo propio. Se trata de la película más entretenida de la carrera de Kurosawa (Sanjuro podría luchar por el segundo puesto) y es también la que mejor fotografía tiene, con esos grandes planos antes de los duelos, que contraponen al solitario Mifune contra el resto. De la fotografía se encargó Kazuo Miyagawa, que ya había colaborado con Kurosawa en Rashomon, y que también trabajó para los otros dos grandes, con Ozu en La hierba errante, y con Mizoguchi en la inmortal Los cuentos de la luna pálida.
También es maravillosa la música de Masaru Satoh, otro habitual de Kurosawa (compuso todas sus bandas sonoras desde Trono de Sangre a Barbarroja), y el director la utiliza de una manera similar a la de Leone con Ennio Morricone, con el maestro italiano cogiendo cosas prestadas de Satoh. Y es que lo que hizo Leone en 1964 con Por un puñado de dólares fue un robo en toda regla, quizás inspirado por aquella legendaria frase de Picasso: Los grandes artistas copian, los genios roban. El caso es que no se molestó en cambiar mucho del argumento y el éxito de la película llegó a oídos de Kurosawa que, tras verla, escribió un telegrama al italiano: Signor Leone, acabo de tener la posibilidad de ver su película. Es una película muy buena, pero es mi película.
El asunto se arregló con una buena cantidad de dinero (un buen puñado de dólares) y el retraso del estreno estadounidense de la versión de Leone en dos años. Posteriormente, Kurosawa diría que, a pesar del éxito de Yojimbo en Japón, había ganado más dinero con Por un puñado de dólares. En este caso Kurosawa tenía razón, Yojimbo es una película muy superior a Por un puñado de dólares, eso sí, Leone ya había sentado las bases de su cine, un cine en el que la trama era lo que menos le interesaba, más preocupado en orquestar esos grandes planos, esas miradas eternas en primer plano y ese magnífico uso de la banda sonora de Morricone, una especie de ópera cinematográfica.
Todavía no es una obra maestra, pero todos los elementos que explotarían en las dos siguientes (y superiores) partes de la trilogía del dólar (La muerte tiene un precio y, la mejor del lote, El bueno, el feo y el malo), ya están aquí, el Oeste se volvía sucio y violento, y la moralidad de las leyendas fordianas se iba diluyendo.
Eso sí, su punto de partida no estaba en el desierto de Tabernas, sino en el lejano Oriente y es que muchas veces nos olvidamos de que Yojimbo es una de las películas más influyentes de todos los tiempos y que la huella de Kurosawa en su adorado western es enorme, no en vano otra de sus grandes obras maestras, Los siete samuráis, ya había tenido un exitoso remake que se la llevaba al lejano Oeste, Los siete magníficos. Eso sí, aquella película no daría pie, como Yojimbo, a todo un subgénero nuevo, en el que un italiano, desde España, basándose en la obra de un japonés, iba a redefinir para siempre el género más americano del mundo, el western.
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