El problema de la desigualdad no tiene que ver solo con la pobreza, sino con la justicia y la cohesión social. La cohesión —un mandato constitucional, por cierto— tiene que ver, a su vez, con la convivencia democrática y los límites de la distancia económica y social entre ciudadanos.
De un tiempo a esta parte, la mayoría de los debates sobre justicia social giran en torno a la tensión entre el principio del mérito y el de igualdad: se critica (con razón) el uso legitimador de la idea de mérito individual: el argumento (claramente contrafáctico) de que aquellos que están arriba merecen su posición, mientras que los pobres merecen la suya.
En un texto clásico, Igualdad (1931), el historiador inglés R. H. Tawney ya ligaba la percepción sobre la justicia de un determinado modelo social no tanto sobre la posibilidad de ascender y desigualarse legítimamente, sino en un tipo de bienestar cívico basado en la cohesión y la solidaridad. En Ciudadanía y clase social, (1949) T. H. Marshall avisaba de que la capacidad amortiguadora de la condición ciudadana en lo que respecta a la desigualdad económica tenía dos límites: que las diferencias no fueran demasiado profundas y que no generaran en las personas el sentimiento de llevar una vida que no merecen.
Un sociedad decente en la que poder llevar una vida mínimamente feliz y con un poco de sentido debe estar cohesionada sin que existan guetos ni personas que duerman en las calles, pero tampoco estratificaciones rígidas ni clases sociales muy marcadas.
En relación con la cohesión —no “en relación a la cohesión” como dicen los pijos, los políticos y los profesores universitarios— junto al aumento de personas habituadas a la precariedad y la miseria, empezamos a preocuparnos sobre la distancia cada vez mayor que separa a la clase media de las grandes fortunas. Richard G. Wilkinson ha dedicado toda su estupenda inteligencia y sensibilidad a advertir sobre los peligros sociales, en término de salud humana, de los excesos de la desigualdad. Thomas Pikkety ha descrito recientemente la tendencia de la riqueza heredada a crecer a una mayor velocidad que la producción. Richard Sennet se ha preocupado por los efectos socializadores de la desigualdad en los niños. Autores como Atkinson o Stiglitz han analizado el problema que supone la existencia de altas cuotas de desigualdad económica y sus preocupantes efectos sobre los derechos y la cohesión social. Aquí mismo vimos cómo Michael Sandel presentaba críticamente el mérito ya no solo por el uso justificador de enormes brechas sociales sino precisamente por generar en un amplio espectro de la sociedad carente de altos estudios académicos, el humillante sentimiento de estar llevando la vida que merecen
La preocupación por la cohesión social es inevitable, unos pocos plutócratas acumulan más riqueza que la mitad de la población mundial. Hace tiempo que la concentración de dinero es tan obscena como peligrosa: de un lado, crea lobbies, individuos asociales realmente peligrosos y burbujas de insensibilidad, por otro lado, crea espacios esquilmados, territorios inhabitables y una comprensible sensación de rencor y frustración. De todo esto trata Contra la igualdad de oportunidades. Un panfleto igualitarista el nuevo ensayo de César Rendueles (Girona, 1975), un sociólogo tan perspicaz como comprometido con la igualdad y la lucha social que uno disfrutó muchísimo —si dejaba de lado algunos excesos del posicionamiento político, siempre he defendido que al menos a los que nos dedicamos a la filosofía nos es lícito tener ideas, pero no suscribir ideologías— en Capitalismo canalla, su lúcido ensayo sobre la literatura y lucha social.
Contra la igualdad de oportunidades continúa el compromiso sociopolítico más explícito de Rendueles, blindado ahora al reconocer el autor su alejamiento-Wertfreiheit (durante un tiempo fue propio de la sociología describir sin hacer juicios de valor). Se trata de un panfleto pero un panfleto muy bien escrito —honesto, amplio y con muchas concesiones al lector en la línea pedagógica del exitoso Yuvel Noah Harari—, un estimulante ensayo con el que es posible coincidir en lo esencial.
Si las críticas al neoliberalismo a la competitividad y al elitismo (tres términos en franco declive) me parecen la parte menos interesante y novedosa, porque parecen asumir aquel ánimo nietzscheano tirar al suelo lo que ya cae, la mayoría de los argumentos «menores» no solo son sólidos sino que están cargados (con toda la polivalencia del término) de razón.
Los diagnósticos de Rendueles sobre la crisis del sindicalismo, la fragilidad como consecuencia de la individualización de las relaciones laborales, la disciplinación social o la rápida fagocitación por parte del capitalismo adaptativo de los mejores ideales emancipadores o igualitarios de la modernidad son inapelables. Junto a su compromiso sabio, ilustrado, moderno y emancipador (raro de encontrar entre tanto listo e identitario posmoderno), destaco también la descripción ágil y atinada de las aporías del discurso-winner más disgusting: la riqueza privada está participada en un altísimo porcentaje por esfuerzo colectivo y gasto público indirecto y no es fruto de una inteligencia cien veces superior al peor retribuido del lugar.
Me resulta difícil compartir el énfasis en las obligaciones y la querencia por la democratización de espacios, valoro el pluralismo, soy muy hobbesiano y siempre he pensado que los hombres son crueles en la medida de sus posibilidades (o he preferido como Wilde disfrutar de los sábados por la noche), no me siento del todo cómodo con afirmaciones como que las desigualdades sociales son en sí mismas degradantes y pienso que lo importante es protegerse de los excesos del amor político, tomarse en serio los derechos sociales y desmercantilizar espacios (entre ellos la salud o la educación).
Creo sinceramente en que hay acabar con la educación privada y concertada, con la salud de primera y de tercera, en aras de ese fabuloso artículo de la constitución que habla de la igualdad efectiva y opino que podemos limitar jurídicamente la desigualdad (por arriba y por abajo) antes que terminar abrupta o «de abajo a arriba» con ella porque la lectura de Descartes, Dostoievski o Tocqueville me enseñó a pensar en la necesidad de la moral (aquí moral social) «provisional»: una suerte de pegamento social sin el cual la gente parece tristemente volverse loca en las revoluciones más «democráticas». En las asambleas también creen triunfar los mejores (los oradores más convincentes) de forma análoga a cómo el winner-man cree merecer su coche de alta gama. De otro lado, tal como está el patio social (los numerosos y animosos seguidores de VOX o Donal Trump) es mejor no abrir el frasco de la creatividad constituyente.
Creo que los puntos más inteligentes del libro son también los más valientes, entre ellos la defensa de la burocracia como condición de posibilidad para políticas públicas eficaces, una tesis weberiana en gran medida enfrentada a los excesos contraculturales de la izquierda institucional heredera de los postulados más frívolos de mayo del 68. Frente a los desreguladores pero también frente al anarquismo hippie creo en aquella máxima que va de Pitágoras a Hegel: si quieres que tu hijo sea libre hazlo súbdito de un estado con buenas leyes.
Me parece valiente su defensa de la evaluación exigente del profesorado, aunque quizás perdemos de vista que los peores profesores se manejan perfectamente en el aspecto externo o cosmético de la cuestión. Uno también se suma a esa sensibilidad de Rendueles muy bien planteada en Contra la igualdad de oportunidades que considera degradantes formas de trabajo premodernas de acuerdo con la visión crítica (del mejor Rousseau) de la prestación de los servicios personales más serviles como subalternidad (nadie debe ser tan rico como para comprar a otro ni tan pobre para venderse).
Tanto la renta básica universal, como el cooperativismo, el trabajo mínimo garantizado y una fiscalidad realmente progresiva no solo son medidas justas en atención a los principios de igualdad, libertad (como autonomía personal) o solidaridad sino que van a ser imprescindibles (junto a otras medidas de la justicia pre-distributiva aún por explorar) para evitar una ruptura definitiva de los logros democráticos siempre frágiles y amenazados.
No es la libertad y no es solo la igualdad sino la cohesión social lo que está en juego.
Es cierto que la equiparación de la meritocracia con la igualdad constituye un malentendido gigantesco (el principio del mérito sustituyó la desigualdad de nacimiento por otra desigualdad: el título académico) pero también podríamos decir que la meritocracia aparece caricaturizada por Rendueles de forma que nadie podría estar a favor de ella. Si asumimos que el reparto de cargas y beneficios sociales es en gran medida una función del estado de derecho, parece interesante ponderar la justificación consecuencialista de la meritocracia con la igualdad. Así, el acceso a la administración pública por oposiciones y concursos basados en el mérito y la capacidad es un ejemplo (perfectible) donde los argumentos morales individualistas más insolidarios pueden ser desplazados por argumentos de distinto signo: desde la mejor garantía del servicio al ciudadano a la consecución de instituciones plurales y representativas en términos étnicos o interclasistas, a composiciones paritarias sin que quepa plantear esto en términos de una falsa dicotomía mérito-igualdad.
Tanto la elección meritocrática «estricta» de los candidatos al cuerpo médico de un hospital sobre la base de su formación, experiencia o capacidad sin discriminaciones sexuales, étnicas, etc. como la composición de una institución pública bajo una interpretación «amplia» del mérito son ejemplos de una compleja interacción o conciliación de principios que redundan en el bienestar, el bien común y la cohesión social.
Junto a esto, cabe mantener — frente a versiones ingenuas o arrogantes de la meritocracia— al menos dos importantes precauciones: la primera es que si esta pretende ser un modelo no solo eficiente (en términos de estímulos de un mercado más reducido, calidad de funciones y servicios sociales) sino también un modelo justo (quizás mejor un modelo no del todo injusto) debe conciliarse más seriamente con la igualdad y con una serie de valores, bienes y principios que forman hoy una idea extendida de justicia. En ese sentido, la conciliación con la igualdad debe ir más allá de una concepción formal de la igualdad de oportunidades (la igualdad de oportunidades como ausencia de discriminación) e incluir aspectos de igualdad sustantiva o material (igualar ora la llegada, ora la posición de salida).
La meritocracia entendida como criterio abierto de asignación de posiciones contrario al amiguismo o el capital social sigue siendo, según me consta, una esperanza en muchos países de América latina o en un país de escasa movilidad social como el nuestro donde las redes clientelares, el patrimonio inmobiliario familiar y otras fuerzas de influencia están llenando despachos privados, cátedras y carteras políticas de jetas y caciques, de vagos reaccionarios y zoquetes medio-medievales de tomo y lomo empeñados en construirse a miles de metros de altura, al modo de Elyseum, el distópico film de Neill Blomkamp, su propio castillo hiperblindado.
Frente a los apologetas de la sociedad de mercado cabe espetar, pues, este grito que se desprende de las mejores páginas de un ensayo que hemos comentado con placer: no es la libertad y no es solo la igualdad sino la cohesión social lo que está en juego.
Hermosos: derechos sociales.
Malditos: reaccionarios.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!