Una sociedad infantilizada como la nuestra no solo parece incapacitada para enfrentarse a los problemas complejos que la aguardan o para entender la realidad como catástrofe multicausal sino que tiene dificultad para comprender la ficción y con esta lo irónico, lo paródico o simplemente los juegos siempre ambiguos de la imaginación.
Se escandalizan ante un guiñol, censuran un desnudo en la pintura, prohíben una película por violenta (como si en el cine los seres humanos se agredieran de verdad), confunden al personaje y al actor, la belleza y la moral (si sufre mucho o hace de discapacitado le dan un Oscar para compensar). No hace mucho yo mismo me sentí tentado durante unos estúpidos segundos a tomarme en serio a una reputada filósofa que me preguntó cómo era posible que me gustara el alcohol cuando era solo un bebé.
La elección de la primera persona en una modesta nouvelle (que efectivamente contaba con un personaje de hábitos metafóricos solo aparentemente prematuros) había bastado para suscitar en su bienpensante psique un despropósito cándido o bien un exceso en el juicio propio de nuestros días: censurar sin previamente entender.
A diferencia de mentes seguramente más inteligentes que la mía nunca he creído que la literatura o el arte nos hagan moralmente mejores (Goebbels se doctoró en Filología y Cela era un gran escritor). Lo que sí sé —de ahí la importancia de empezar a leer, disfrutar del arte o ver buen cine de forma temprana— es que la buena literatura, como las mejores obras del séptimo arte nos enseñan inintencionadamente a distinguir entre distintos registros del lenguaje y así podemos comprender mejor los tonos y los matices, el alcance y los límites de la comunicación.
Como los libros malos o para todos los públicos proliferan y hay mucha gente que no lee, no debería extrañarnos que muchos de nuestros conciudadanos no sepan distinguir cuándo alguien se expresa irónicamente y cuándo no, no se percatan de los matices afectados por distintas situaciones del habla, alérgicos a la risa o agelastas (en la expresión de Kundera) no saben separar en qué momento es comprensible y humano que alguien se relaje y hable mal de los amigos a quienes quiere o haga chistes de enfermeras o cuándo debemos demandar cierta responsabilidad institucional.
La cosa se pone peor cuando nos enfrentamos a las obras del espíritu o cuando la crítica se pone a lo suyo, esto es, a criticar (en el estimulante sentido etimológico: krinein es decidir, separar).
Hay voces del pensamiento más o menos reciente, de Badiou a Nick Land, de Taylor o Latour a Lipovetsky, que se mueven o movieron deliberadamente en una vaguedad que amortiguaba tanto la laguna como la boutade. También hay casos en que no se sabe bien si una obra es muy mala de tan kitsch o es que su propósito es denunciar lo kitsch. ¿Qué hacía «Friday, I’m in love» en el disco Wish (1992) de The Cure? Un tema así, alegre y luminoso ¿no chirriaba demasiado en el repertorio melancólico y algo oscuro del maravilloso grupo de rock gótico, new wave o post-punk? ¿Era algo intencionado por parte de Robert Smith? ¿Una concesión, un dedo británico enérgico y acusador de las excesivas llantinas del grunge o una maravillosa parodia del pathos adolescente?
En estos tiempos sentimentaloides (que no sentimentales), tiempos emotivos, susceptibles, hipersubjetivados, días eternos de resentimiento contra la cultura (y no solo contra los excesos de la pedantería, la pompa institucional y la grandilocuencia del mundo cultural más subvencionado), no solo la ironía, sino sobre todo la parodia podría dejar de funcionar.
Puede que siempre haya habido un punto en la parodia en que esta, como si hubiera terminado de trazar una rara elipse, se cierra sobre sí misma. Cuando eso ocurre, cuando la parodia es tan sutil o tan perfecta que completa la espiral, el abanico de las interpretaciones artísticas o literarias toma forma ovalada también y parece imposible llegar a una conclusión, incluso cuando contamos con la declaración del autor.
De todo eso trata uno de las películas documentales más sugerentes que hemos podido ver este año, la ácida e inteligentísima You don’t Nomi (Jeffrey McHale, 2019). Paul Verhoeven nunca dejó del todo claro qué es lo que quiso hacer con Showgirls. Casi todo el mundo la castigó o se rio de ella. A mí la película me pareció desde el principio tan ambigua como deslumbrante. ¿No se la había colado ya Verhoeven a medio mundo con los exagerados (y estúpidos) personajes de Instinto básico? ¿No se había reído de nosotros con un thriller tan hiperbólico y entretenido como vacuo sobre un policía archiviolento y una escritora con ínfulas de femme fatale? ¿Y no iba a hacer después Starship Troopers, una parodia fenomenal del imperialismo frívolo y el biologicismo juvenil de los EEUU y su imperialismo criminal bajo la apariencia de un simple film de ciencia-ficción?
En una de las escenas más delirantes de la excesiva Showgirls, Nomi Malone (Elizabeth Berkley) le confiesa a Crystal Connors (Gina Gershon) que le encanta la comida para perros. Las dos bailarinas eróticas se ríen de forma entre indulgente y comprensiva como el roquero que le cuenta a otro que le gusta Blue Nile: un placer culpable nada más. Luego, la mayor parte del guion da vueltas a temas con tan poco recorrido mental como la tentación de la hamburguesa, los pezones erectos o la ropa de Versace? El centro comercial hiperestilizado parece una nave espacial en los estercoleros de la cultura de masas o industrial, tan marciana es la actitud siempre bullera de Malone. ¿Le había pedido Verhoeven a Joe Eszterhas una vuelta de tuerca a lo más cutre o simplemente –más listo, más calculador, más europeo que él— le dejó hacer?
La mayor parte de los espectadores y la totalidad de los críticos vieron en Showgirls una película muy mala llena de escenas absurdas y diálogos ridículos. Se llevó un montón de razzies y todavía se pasa como cult-movie para echar una risas y gritar, pero, ¿y si más allá de la estrategia camp, toda aquella estupidez, toda aquella exageración del narcisismo corporal, el dinero de mal gusto y el sexo más banal era intencional? ¿Escondía Showgirls una diatriba cruel muy sutil, muy bien pensada contra el gusto del americano más arquetípico: cerveza, neón y topless? Y si era intencional, ¿se trataba de una broma abierta, una parodia perfecta, acaso una obra de arte fenomenal? Si era una broma, a los productores no debió hacerles mucha gracia (costó cerca de 45 millones de dólares), si era una parodia le salió en verdad perfecta (léase, “cerrada”) y si era una obra de arte del séptimo arte (y hay detalles de diseño y de producción que ya le hubiera gustado filmar a Murnau o a Fritz Lang), la película remite maravillosamente a la estética de lo pulido de la que habla el exitoso filósofo surcoreano Byung-Chul Han, a propósito de la obra de Jeff Koons.
A algunos, siempre sensibles a la juventud y a la belleza, nos dio mucha lástima el cruel destino de la chica de Saved by the Bell; inmolada en nombre de la erótica de la rentabilidad, fue vapuleada por la crítica. Paul Verhoeven siempre fue un director provocativo, protegido (o sobreprotegido) por esa ambigüedad típicamente posmoderna y por ello este documental abierto y acertado no termina, “no puede terminar”, de juzgar.
You don’t Nomi: no me conoces y ya nadie nos puede presentar.
Hermosos: bríos de los durísimos personajes femeninos de Verhoeven (véase Elle).
Malditas: miradas y disfrutes fascistas de Instinto básico.
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