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Desmontando a Woody Allen: “A propósito de nada”

En Cine y Series martes, 23 de junio de 2020

Eva Peydró

Eva Peydró

PERFIL

Woody Allen, uno de los talentos más reconocibles del cine y el humorismo, puede presumir de una carrera, indisoluble de su vida privada, que ha seguido el guion imaginado en sus fantasías juveniles: éxito, sofisticación y una falsa culpabilidad. Este último punto, un escandaloso derrape pasados los cincuenta, resulta también digno de sus argumentos más culebrónicos, pero cuyo final, a pesar de la intención que expresa en sus memorias, está lejos de obedecer a la regla de oro de Hollywood.

A próposito de nada (Alianza Editorial, 2020) es el título de la autobiografía del director de Annie Hall, un libro que sufrió las vicisitudes de la censura y la presión encabezada por su único hijo biológico, y particular Mordred, el ahora conocido como Ronan Farrow. La editorial Hachette paralizó la publicación de la obra, sumándose al boicot ejercido sobre su última película Un día de lluvia en Nueva York (2019), no estrenada en EUA por Amazon, y a la desafectación manifiesta de actores y actrices —entre otros Natalie Portman, Greta Gerwig, Mira Sorvino, Evan Rachel Wood, Ellen Page, Rebecca Hall y Timothée Chalamet, quien  se justificó en privado, alegando que necesitaba allanar su camino al Oscar— que renegaron de su trato, donaron cachés y se posicionaron contra Allen en una maniobra alentada por la segunda oleada de acusaciones de abuso promovida por Mia Farrow.

woody allen

Woody Allen en Recuerdos (1980).

El largo litigio cuyo origen se remonta a 1992, cuando la actriz acusó al director de abusar de su hija adoptiva Dylan, un hecho nunca probado, que ni siquiera fue juzgado, pero sí negado en dos informes independientes de la Clínica de abuso sexual infantil de Yale-New Heaven y del Centro de bienestar infantil del estado de Nueva York, que afirmaban haber hallado signos de manipulación materna en las declaraciones de la niña. Coincidiendo con la concesión al director del  premio Cecil B. DeMille a toda su carrera, se renovaron los ataques con un nuevo despliegue de medios, que incluyeron la publicación, en la columna de Nicholas Kristof del New York Times, de algunos fragmentos de una carta de Dylan adulta, en la que describía el abuso y sus secuelas,

Me había convertido en el protagonista de un drama de la vida real sobre una persona inocente e injustamente acusada.

Resulta imposible eludir esta introducción, que contextualiza la escritura y publicación de unas memorias que recorren una carrera de setenta años, dado que el peso de estos hechos, acusaciones, silencio por parte de Woody Allen y, por último su defensa y alegato de inocencia —que por primera vez ve la luz, a través de las páginas de A próposito de nada—, han impulsado con pocas dudas su genésis, desequilibrando el relato con su propia y pormenorizada versión, que casi monopoliza la mitad de la autobiografía.

Además, a lo largo de la lectura resulta inevitable reconocer un cierto sesgo que informa el texto, patente en la elección y relevancia concedida a determinados episodios que pudieran favorecer su perfil. En este sentido, no podemos obviar el énfasis en la lealtad que ha mostrado hacia personas que le perjudicaron, como su primer representante o su íntima amiga Jean Dumanian, quien convertida en productora le estafó una cantidad indecente durante años. En realidad, el dinero jamás preocupó a Woody Allen, desde su infancia, cuando su encantador padre le llenaba los bolsillos; en su adolescencia, asegurándose ingresos con el póker y sus chistes y durante toda su exitosa carrera.

Woody Allen

Woody Allen y su hermana Letty Aronson, su leal colaboradora.

A propósito de nada, un libro que puede escucharse también de viva voz de su autor, se presenta con un estilo corporativo que refuerza la identificación del texto de Allen con su filmografía: tapas negras con el título en blanco, la reconocible tipografía Windsor con que invariablemente leemos los créditos de sus películas desde 1977. Empezamos a leer y nos sumergimos en un universo que asume el riesgo de ser considerado ficción.

woody allen

A propósito de nada (Woody Allen, Alianza Editorial, 2020).

El director traza un autorretrato de infancia en Brooklyn tan vívido como las imágenes con las que hemos creído ya conocerla en el cine, añadiendo rasgos relevantes que refuerzan el carácter contradictorio de una personalidad construida siempre a medio camino entre lo real y lo imaginado, el personaje y la persona, jugando con éxito la baza de la confusión —reconoce que, como a Brando, la gente le confunde con sus papeles. Y ahí comenzamos a desmontar a este Harry, sin tener nunca la certeza de que no estamos siendo cómplices de su prestidigitación. ¿Cómo definiría usted a Woody Allen? ¿Despistado, neurótico, intelectual, enclenque, torpe con las mujeres, frugal, misántropo? A veces sí y a veces no.

Ser misántropo tiene su lado bueno, la gente nunca te decepciona.

El hombre que quiso reencarnarse en las yemas de los dedos de Warren Beatty —con quien tuvo un amago de colaboración profesional frustrada— ha tenido entre sus brazos a las mujeres más interesantes de su generación, incluidas varias Playmates de poster central. Los referentes culturales que salpican sus películas son negados varias veces: No tengo ni una neurona intelectual en la cabeza, Soy un bárbaro ataviado con las prendas de tweed y las coderas de un profesor universitario de Oxford, Un analfabeto misántropo que adoraba a los gánsters, mientras se muestra insatisfecho de una carrera en la que quiso emular a Tennesse WilliamsWonder Wheel, Blue Jasmine—, quejándose de que ha dirigido comedias Divertidas, quizás, pero no me ubican en el lugar en el que quiero estar. Así mismo, Allen, que nos recuerda que lo más cerca que ha estado de Kant es la coincidencia de su apellido real (Konigsberg) con la ciudad natal del filósofo, nos provoca con orgullo enumerando la lista de libros que no ha leído (Lolita, Ulises, El Quijote…) y películas que no ha visto, para destacar, acto seguido, que él quería ser Bergman (Septiembre, Otra mujer) o Fellini (Recuerdos).

Woody Allen

Woody Allen con su segunda esposa, la actriz Louise Lasser.

El enclenque y temeroso individuo de las películas fue en realidad un deportista que destacó en básquet, béisbol e incluso en fútbol americano, aunque nos creamos que: Porque tengo una complexión pequeña y llevo gafas no puedo haber sido muy atlético. Los enfoques y desenfoques que salpican el texto, voluntarios o involuntarios, obligan al lector interesado a construir su propio retrato con un material abundante, que nos abduce con desigual placer, máximo en sus primeros tiempos e inicio de su carrera hasta los ochenta y descendente a medida que profundiza en el litigio que le cambió la vida —archiconocido para quien lo ha seguido en prensa y conoce el blog de Moses Farrow— y ante el que se mostró razonablemente cuerdo dado el acoso mediático.

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La tapadera (Martin Ritt, 1976).

La maestría en la magia, el póker y el dominio de las situaciones, mediante recursos como la mordacidad, la ironía, el humor negro y la audaz incorrección política (ya vendía frases ingeniosas cuando aún iba al colegio), convierten a Woody Allen en un mago nivel Merlín, que siempre entró en los clubes de monologuistas sobre una alfombra roja —Nunca fui un gran fan de Lenny Bruce. El recorrido guiado por una carrera forjada en la presión del chiste y el trabajo en equipo le convierte en el reverso del antihéroe de La tapadera, en una época dorada de la stand up comedy, previa a la factoría SNL, con la privilegiada mentorización del genial Danny Simon (hermano de su reverenciado Neil).

Cada vez que volvía a Brooklyn, el sitio en el que quería vivir era la ciudad que se encontraba al otro lado de río.

La conclusión inevitable es que el niño mimado por cinco tías maternas ha tenido una vida exitosa. Los sueños de adolescencia se hicieron realidad convirtiéndole en un genio precoz, que acabó viviendo en esos áticos donde las noticias llegan a teléfonos blancos y no existe el cáncer. El joven Allen que se identificaba con Clifton Webb y, como Blanche Dubois, no quería realidad sino magia, acabó creando su propio imaginario, en el que Marshall McLuhan no sale a tu rescate en la cola del cine, pero desplumas en una timba a los doce del patíbulo en la noche infinita del swinging London —jugando como un tahúr esforzado frente a despreocupados beodos—, tienes mansiones en Venecia, te hospedas en el Ritz, cenas en Maxim’s y La tour d’argent, te llama Fellini insistentemente por teléfono y la gente hace cola para escuchar tu mediocre interpretación al clarinete del jazz de Nueva Orleans, viajas en avión privado y te permites el lujo de salir con excusas del rancho Hemingway porque no quieres compartir baño. Y por si fuera poco, los mejores actores y directores de fotografía del mundo te piden trabajo, aunque su caché se rebaje insultantemente.

Woody Allen

Diane Keaton y Woody Allen en Annie Hall (1977).

Lo que no se esfuerza ni él mismo en negar es su condición de control freak. El cineasta que plantea sus filmes como un oficinista, que a las cinco ficha la salida y no ensaya para no perder tiempo, aún se asombra del aguante de los estudios con sus exigencias y eso nos obliga a examinar su calculada confesión en la que nada es gratuito. A pesar de no haber disfrutado del Ulises de Joyce, Allen comparte nómina con el autor irlandés, al que incluye junto a sí mismo en un club de malditos egregios entre los que da carta de naturaleza a Dreyfus, Polanski, Henry Miller o D.H. Lawrence.

El J’accuse de Woody Allen trasciende el entorno Farrow para adentrarse en el MeToo y dejar constancia con cifras del exquisito trato laboral que siempre ha deparado a sus colaboradoras: 230 mujeres en puestos de jefatura; 106 mujeres protagonistas, con 62 nominaciones; todas ellas con igualdad salarial. Pero también recurre al argumento de autoridad refiriendo el apoyo incondicional de tres de sus compañeras de vida más cercanas, la supersónicamente promiscua Louise Lasser —cuyo recuerdo en A propósito de nada casi eclipsa al de Diane Keaton—, la propia protagonista de Annie Hall y su esposa actual —repita conmigo: Soon Yi Previn no ha sido nunca su hija, ni siquiera adoptada, era mayor de edad cuando inició su relación con Allen y no es subnormal, como proclamó su madre adoptiva—, a la que dedica el libro con su causticidad habitual. A ellas suma una lista de actores y actrices que se batieron el cobre por defenderle, como Javier Bardem, Alec Baldwin, Blake Lively, Wally Shawn y Scarlett Johansson, doliéndose infinitamente de la enorme decepción que supuso la abjuración de su estimadísima Emma Stone, una de las escasas actrices que habían tenido el honor de entrar en el círculo de confianza y empatía humorística del director… hasta que su whatsapp enmudeció.

Woody Allen

Selena Gomez y Woody Allen en el set de Día de lluvia en Nueva York (2019).

Woody Allen no da puntada sin hilo en un libro seductor, detallado y extenso, aunque demasiado breve en las referencias a sus filmes, al que agradeceríamos un índice onomástico, pero también una referencia cronológica tan precisa en los apasionantes avatares profesionales como la que prodiga a las tramas del litigio. El diferente valor que el autor otorga a la precisión no deja de ser también significativo y revela cuál ha sido su prioridad, pero no podemos cerrar el libro sin sentir que este Val Waxman tiene muy claro que el resto de su carrera será europea o no será.

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