Llega a nuestras pantallas uno de los títulos más aclamados por la crítica en 2014 (obtuvo el Premio FIPRESCI de la sección Un Certain Regard en el pasado Festival de Cannes), protagonizado por Viggo Mortensen y dirigido por el argentino Lisandro Alonso.
Resultaría seductor apelar a la (sobre)adjetivación (hipnótico, subyugante, enigmático, osado…) ante un filme del profuso caudal semántico y simbólico de Jauja. Flaco favor haríamos a una de las mejores obras cinematográficas del agonizante año si nos limitásemos a ello: el quinto largometraje de Lisandro Alonso supone una experiencia sensorial, intelectual y cognitiva inagotable que apela de manera individual a su público (el visionado de Jauja entrañará una experiencia distinta para cada uno de sus espectadores).
Las películas de Alonso están recurrentemente canalizadas por itinerarios (los de los protagonistas de Los muertos o Liverpool y la búsqueda del capitán danés interpretado por Mortensen en la que nos ocupa, siempre con un destino u objetivo familiar), reflejo de la exploración formal de un cineasta siempre ávido de conquistar nuevos horizontes expresivos; búsqueda que llega a su punto álgido con el presente filme. Jauja deviene fascinante juego de espejos (los diálogos y personajes de cada una de las tres partes en que podemos segmentar su metraje resuenan y se reflejan en las restantes) en el que Alonso rastrea la posible reciprocidad entre Historia (el genocida imperialismo del ejército argentino durante la denominada Conquista del Desierto) y mitología, así como entre lo telúrico y lo onírico, correlación ya tanteada por el autor en La Libertad (2001), pero que no había alcanzado las significativas cotas que adquiere en este filme (la participación como coguionista del poeta Fabián Casas bien podría haber vigorizado el deslizamiento metafórico de la narración alonsiana).
Obra radical y fulgurantemente disímil, Jauja compone un viaje interior y exterior a un mismo tiempo en el que, mientras la belleza plástica de sus saturadas imágenes cautiva el ojo del espectador, se examinan cuestiones antropológicas (la paternidad, la tenaz ansia de transcendencia del ser humano) y culturales (los mitos del Romanticismo, las pautas compositivas iconográficas convertidas en hegemónicas desde el Renacimiento) para erigirse en última instancia en lúcida reflexión metacinematográfica ―la imagen fílmica primigenia (el ratio 1.33:1), la subversión de los códigos genéricos del western (género de acción convertido por Alonso en espacio de lo metafísico y de la contemplación en el que priman las composiciones estáticas)― y metanarrativa que, mediante un inspirado giro, certifica que todas las narraciones son fruto de los sueños y fantasías del inconsciente colectivo de nuestra sociedad.
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