La Competición Oficial de la Berlinale 2015 comenzó con dos de sus nombres de mayor peso: Jafar Panahi y su cine-dispositivo contra la censura iraní, y un Werner Herzog de una épica tan convencional que hace extrañar al verdadero Herzog.
Y comenzó la Berlinale, con una de las Competiciones oficiales más cargada en nombres de peso de los últimos tiempos. ¿Una manera de recordar que el festival alemán sigue siendo uno de los principales en el mundo, pese al perfil cada vez más convencional que le ha dado Dieter Kosslick, confirmado tras quince años como director, para otros cinco más? El problema, cuando hasta Terrence Malick comienza a provocar desconfianza, es que un nombre establecido y un pasado genial no aseguran un presente de calidad.
Y es lo que confirmó tristemente una de las primeras cartas fuertes jugadas por la Berlinale 2015: Werner Herzog. Al relatar la extraordinaria figura de Gertrude Bell y su importancia en la configuración actual del Medio oriente, Queen of the Desert resulta una épica histórica de un potencial cinematográfico, geopolítico y existencial tremendo, pero desperdiciado, que durante algo más de dos horas hace pensar en Fitzcarraldo o Aguirre, la ira de Dios… justamente porque parece increíble que sean el fruto de la misma mente.
Pero detrás de los grandiosos movimientos de grúa o del énfasis dramático de la música, Herzog mira con sus ojos de niño travieso y parece ser el primero en reírse de sí mismo en las escenas románticas entre Bell (Nicole Kidman, que ciertamente no es el equivalente femenino de Klaus Kinski) y su gran amor (James Franco; sí, James Franco), en su elección de Robert Pattinson como Lawrence de Arabia, o simplemente en el buitre que lo mira todo como indiferente a la amenaza que su presencia supone. ¿Es el cineasta royendo los restos de un cine que hoy está en los huesos? ¿Los europeos colonialistas picoteando la carroña del imperio otomano que llega a su fin?
En la historia contada por Herzog, la joven exploradora inglesa comienza su aventura oriental en la ciudad de Teherán, maravillada por su cultura y su lengua. La misma ciudad es el decorado y prácticamente el coprotagonista de otra competidora presentada en la primera jornada de Berlinale. Invitado habitual del festival, en persona o simbólicamente, Jafar Panahi regresó con su nuevo film-dispositivo, Taxi. Arrestado, censurado o simplemente impedido de trabajar, el cineasta iraní comenzó con la obra maestra This Is not a Film (2011) a explotar las posibilidades y definiciones y hacer explotar las limitaciones del cine como medio para crear libremente pese a las prohibiciones. Luego de Closed Curtain (2013), en que el espacio privado es simbólicamente invadido por los fantasmas externos e internos, Panahi recurre en su nuevo trabajo al espacio ambiguo del taxi, donde se cruza el huis-clos íntimo con la plaza pública por la que puede circular cualquiera, para poner en escena la sociedad iraní actual, tironeada entre resignación e indignación, entre superstición y reflexión.
Conducido por el propio director, representándose a sí mismo, el taxi se transforma en una suerte de escenario teatral, en que el realismo de la acción está supeditado al artificio totalmente asumido y sabido. El punto de vista se limita a su habitáculo, pues la acción puede transcurrir afuera, pero las cámaras que la observan no salen del vehículo: el mundo se observa y se registra desde ese interior confinado pero a la vez móvil.
Con referencias a su propia filmografía, al cine clásico y actual, pero también a su propia sentencia jurídica, así como al mediático caso de la joven Ghoncheh Ghavami (arrestada por asistir a un partido de voleibol, en una situación que recuerda la película Offside con que el mismo cineasta compitió en la Berlinale en 2006), Panahi crea una película que ciertamente no recibirá la aprobación de “distribuible”, según las absurdas reglas de la censura. Pero con ella sigue arando, aun de manos atadas, el terreno fértil de su libertad de artista y de hombre.
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