¿Os habéis preguntado en alguna ocasión por qué algunos de nosotros nos volvemos locos por escaparnos aquí y allá a la mínima ocasión mientras que otros, por el contrario, se entusiasmarían con poder construirse una casa donde pasar el máximo tiempo posible?
¿Y si esto tuviese que ver con aquellas ilustraciones de seres humanos “cazadores” que habitaron este planeta antes que nosotros hace millones de años? Aquellos cazadores enfrentados en los libros de Historia de nuestra infancia a los agricultores y ganaderos cuya aparición supuso, nos decían, el origen de la civilización.
Francesco Careri, en su conocido ensayo Walkscapes plantea ampliamente esta interesante relación entre nomadismo y sedentarismo como aspectos aún implícitos en el ser humano, surgidos a partir de dos actividades primarias de subsistencia como fueron en origen la caza y la recolección.
¿Y si el conflicto surgido entre ambos aspectos, que se remonta naturalmente a los orígenes de la civilización, no estuviese en absoluto resuelto?
En efecto, el nomadismo nos sigue fascinando hoy en día. Si para el ser humano sedentario los espacios nómadas son, a menudo, espacios vacíos, para los nómadas dichos vacíos están repletos de huellas, de trazos invisibles. El nómada transforma el vacío en lugar de la memoria, surcado de signos que enriquecen y construyen el paisaje con múltiples significados. Hoy por hoy, uno de los lugares en el mundo más interesante donde experimentar el nomadismo es con toda seguridad la actual Mongolia.
Cuando llegamos a este país desde un contexto tan fuertemente urbanizado como el nuestro, donde la tradicional dicotomía campo-ciudad ha sido superada por un territorio donde la ciudad se expande sin solución de continuidad, enfrentarnos a un territorio escaso en núcleos urbanos e infraestructuras nos devuelve a un mundo donde el ser humano se considera aún nómada, vive como tal y se siente orgulloso de serlo.
Este cambio de perspectiva no resulta en absoluto evidente y pronto comprobamos nuestra ausencia total de respuesta ante un territorio tan “vacío” de signos aparentes, donde nos faltan las claves y las referencias a las que estamos acostumbrados y que nos resultan imprescindibles en nuestra vida cotidiana. Nos sentimos desprotegidos ante la escala abrumadora de este paisaje al que dotamos de un significado bien diferente de aquel que le otorgan los habitantes nómadas que montan y desmontan sus viviendas (los gers) una y otra vez para aprovechar los pastos y la climatología a lo largo del imperturbable cambio de las estaciones.
Los jinetes mongoles descifran cotidianamente, aún hoy en día, un complejo sistema referencial de huellas y signos en un territorio mudo para el viajero occidental que queda, de este modo, sin referencias y abrumado ante su propia soledad frente al paisaje.
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