Nos devanamos tanto la sesera en descubrir nuevas sensaciones de temporada que nos vuelen la cabeza (como se dice ahora, en extendido y no muy afortunado anglicismo) que a veces resulta que no nos damos cuenta de que tenemos a la vuelta de la esquina ese vademécum sonoro que nos puede arreglar unas cuantas semanas.
Si buscan ustedes un disco que aúne sabiduría, aguda observación social y destreza en el dominio de varios palos de la música popular (norteamericana, en este caso), no lo duden: The Prodigal Son (Fantasy/Caroline, 2018), de Ry Cooder, es su álbum. Sí, salió en mayo. Pero no desdeñen estas semanas de calma chicha para rescatarlo y darle una oportunidad. Suena muy bien cuando nuestros cuerpos se rinden al bochorno de agosto, abandonados a la indolencia.
Nada de lo que suena a lo largo de su minutaje resulta particularmente novedoso. Más bien al contrario. Pero todo está hecho con gran conocimiento de causa, con esa solera –diríase que macerada en una barrica de roble, como los buenos caldos– que solo se adquiere con años y años de magisterio.
Su ajada voz ya por sí sola transmite el poso de décadas de asimilación de músicas en la frontera, esa marca que le hizo emblema de los sonidos tex mex, del blues, del viejo rock and roll, del country, del folk y hasta del gospel, y que tuvo en nuestro país su eco más notorio –y también inadvertido: ¿cuánta gente identifica a Ry Cooder con aquella sintonía?– en la guitarra árida que ilustraba los primeros segundos de Documentos TV, aquel pasaje de la banda sonora de Paris, Texas (1984) que sonaba antes de que Pedro Erquicia nos contara semanalmente diversos aspectos de la actualidad en un oasis informativo que duraba casi una hora.
Con la edad de una jubilación convencional ampliamente sobrepasada –cuenta 71 años–, el histórico impulsor de Buenavista Social Club sigue dedicándose a lo que mejor sabe hacer. Honrando su vitoreada producción de los años setenta en el presente con una secuencia de trabajos que en esta centuria también alumbró obras maestras como Chavez Ravine (2005), aquella maravilla en la que el rock chicano y el jazz latino entrelazaban sus dedos para evocar la historia de una barriada de inmigrantes mexicanos llegados a Los Angeles, luego desposeídos de sus casas para que el estadio de béisbol de los Dodgers pudiera levantarse a principios de la década de los sesenta.
Aquella era una extraordinaria elegía por un tiempo que no volverá y, al mismo tiempo, un toque de atención hacia cierta idea de progreso: no es de extrañar que en su nuevo disco también figure una canción llamada “Gentrification”, en la que (además) se pueden escuchar punteos de guitarra al más puro estilo nigeriano. En realidad, es una de las pocas canciones escritas por el músico angelino (a medias con su hijo Joachim) en The Prodigal Son, ya que ocho de sus once cortes son versiones de clásicos de Blind Willie Johnson, Alfred Reed o William Dawson.
Él las aborda haciéndolos suyos, sabiéndose parte de una herencia a la que puede mirar a la cara, y no bajo el halo de sospecha de los advenedizos. Se trata también de un asunto familiar: Ry se encarga de tocar guitarra, mandolina, bajo, banjo y teclados, mientras su hijo Joachim se ocupa de las percusiones. Hay coros casi gospel en la deliciosa “Straight Street”, blues bastardo en “Shrinking Man”, una desértica “Nobody’s Fault But Mine” que recuerda a las probaturas de Robert Plant con Alison Krauss y tiernas baladas que navegan entre el soul y el country como “Harbor of Love”.
Como sucede con las películas más vintage de los hermanos Coen, en las que conviene paladear con calma el grano y la textura de cada uno de sus (intencionadamente) desvaídos fotogramas, es este un trabajo de Ry Cooder en el que cada uno de sus hondos cortes requiere ser degustado con detenimiento y sosiego. En la seguridad de que se sucederán tendencias, modas, trending topics, listas de fin de año, inquilinos (a cuál más estúpido) de la Casa Blanca y cientos de plagas modernas, pero permanecerán esta clase de discos, remedios caseros cuya fórmula no atisba caducidad. No lo pierdan de vista.
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