Leto (Verano), dirigida por el ruso Kirill Serebrennikov, es una película ambientada en la escena musical de Leningrado en los años 80, cuando los discos son objeto de contrabando –como nos describía H4L9000 en este artículo de EL HYPE– y el rock emergente debe guardar la compostura en conciertos y apariencias. El director no ha podido presentar su película en Cannes, al hallarse en arresto domiciliario por un supuesto delito económico, donde debió acabar el montaje de su película –como tuvo que hacer Polanski en Suiza con El escritor. Serebrennikov transmite con energía y fascinación la historia real del músico Mike –siguiendo las memorias de su esposa, Natacha–, su relación con la música –conciliándola con su trabajo gris como guardia nocturno– y su generosidad con el debutante Viktor Tsoï, a quien apoya en su incipiente carrera. La película está rodada en blanco y negro, con breves atisbos de color y un diseño ochentero que incluye grafismos típicos de videoclips de la época, incluyendo temas populares de Lou Reed, David Byrne o David Bowie. Sin embargo, el logro en cuanto a la proximidad de los personajes y trama, la atmósfera y demás, dejan un poso happy, quizá por demasiado intimista, que impide el reflejo real de su contexto histórico.
Petra, de Jaime Rosales, era una de las películas más esperadas en la Quincena de realizadores, y lamentamos que no se haya considerado su inclusión en Sección oficial. La última y sexta película del director de Hermosa juventud aparenta una factura clásica que, junto a un argumento folletinesco, repleto de giros de guion haría suponer una apertura a nuevos públicos, incluyendo su división en capítulos numerados, titulados y con sinopsis de novelón decimonónico, a lo Victor Hugo (“Mario, estudiante pobre, se enamora”). Sin embargo, el tratamiento y punto de vista de Rosales aproximan su filme al estilo de un Rohmer del dramón –si ello existiera en un mundo posible– y le aleja años luz de la reciente Todos saben, todavía impactada en nuestra retina.
La contención tan característica en su director se expresa en la descripción de la tragedia, en las interpretaciones de –la cada vez más extraordinaria– Bárbara Lennie, Marisa Paredes, Alex Brendemühl, Petra Martínez y el debutante Joan Botey, en su rol de malvado, detonante de la explosión de dolor que empapa el filme. La historia de paternidades secretas, criados y señores, egoísmos desatados, dictadura y afán de lucro, se muestran en un guion fragmentado, no lineal, que implica observar emociones que no podemos contemplar en su evolución natural. Un esfuerzo para el espectador, un rasgo más que niega esa supuesta narración tradicional, y al mismo tiempo, un acicate para nuestro interés.
Jaime Rosales no da puntada sin hilo y su historia deja un reguero de cuestiones planteadas a propósito del pasado y la historia, a la conveniencia de revisarlo u olvidarlo –a pequeña o gran escala: la paternidad, las fosas comunes–, el sentido de la riqueza, en relación a la felicidad, y su distribución, el auténtico valor del arte –noble o especulativo–, la asunción del tabú y el peso de la conciencia. La fotografía de Helene Louvart (Pina, 2011) y la banda sonora utilizada de forma estratégica y poco habitual, contribuyen a ensalzar el valor de un filme que el público aplaudió en pie con el entusiasmo de los grandes fans.
Y para expectación la que ha precedido el estreno de Cold War, dirigida por Pawel Pawlikowski (Ida, 2013). La monumental historia de amor rodada en blanco y negro, ambientada en Polonia, en las dos décadas siguientes al fin de la II Guerra Mundial, está protagonizada por Tomasz Kot (Dioses, 2014) y Joanna Kulig (Las inocentes, 2016) con una intensidad perturbadora. La historia arranca con una misión que pretende rescatar y poner en valor la música popular polaca, en un trabajo de campo que recogerá las piezas que una academia de jóvenes talentos en la música y el baile convertirá en repertorio folklórico y propagandístico. El amor fou entre el director musical y una de las artistas traspasará literalmente fronteras en pos de la libertad ideológica y personal de sus protagonistas, desde Polonia al París de las caves y los cabarets de los años cincuenta, en plena expansión del jazz.
La dirección más que impecable, recreando en luces y sombras –literal y figuradamente–, desde la vistosidad de los cuadros folklóricos a las buhardillas bohemias, paisajes nevados/desolados y capillas en ruinas, testigos de ese amor sin futuro, convierten Cold War en una película que llegará al gran público, avalada por el Oscar de Ida. La música popular, el jazz, el incipiente rock… envuelven el filme en una recreación sugerente, mientras que los obstáculos y recovecos de la relación amorosa nunca cargan las tintas, aunque rozan el precipicio. En resumen, un film bello y bien dibujado, pero que no guardaré en mi álbum presidido por otro polaco, Andrej Zulawski.
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