Hace unos cuatro años, Mia Hansen-Løve nos contó la historia del boom de la música electrónica francesa de los noventa, desde la óptica de un perdedor de esa escena. La película, fantástica y, para un servidor, la mejor de Hansen-Løve, se titulaba Eden, y tenía un personaje central, el dj al que ponía cara Félix de Givry, que estaba basado en el hermano de la directora, Sven Hansen-Løve, a la postre coautor del guion.
El filme de Hansen-Løve, que gracias a las vivencias en primera persona de su hermano no transitaba por los caminos de la leyenda, era un paseo libre por esa época histórica –el uso que hacía de las elipsis era prodigioso y bellísimo–, más partidario de mostrar las pequeñas alegrías y decepciones que iban conformando poco a poco el carácter del protagonista, que de describir grandes epifanías emocionales o de idealizar un era. Cosas, estas dos últimas, muy comunes en este tipo de cintas que recuerdan movimientos culturales significativos. Eden transpiraba naturalidad y verdad, sacrificando, inteligentemente, la épica por lo cotidiano.
Pues bien, lo que hace Robin Campillo con 120 pulsaciones por minuto y la historia del grupo activista ACT UP, que en la Francia de los noventa buscaba concienciar a la población de que el SIDA era una pandemia y también de la necesidad de la prevención de su contagio y de la búsqueda de una cura, es un poco lo mismo que hizo Eden con el french touch. Es más, me atrevería a decir que son películas hermanas ya que manejan la misma escritura: un estilo impresionista e humanista que, felizmente, se impone a la vena hagiográfica clásica. Dos retratos de una época explicados desde dentro y, como decíamos un poco más arriba, sin idealizaciones, mostrando las luces pero también las sombras a través de una cámara siempre viva, pero que nunca hace espectáculo de lo que cuenta, sea bueno o malo.
Campillo, que fue miembro de ACT UP en los noventa –suyos fueron algunos carteles y el famoso eslogan la izquierda somos nosotros–, se apoya en un libreto coescrito con Philippe Mangeot (presidente de ACT UP de 1997 a 1999), para dar forma a una película río de casi dos horas y media en la que vemos cómo eran las reuniones y las protestas del grupo –una vena didáctica que siempre resulta fresca–, o las tensiones entre sus miembros. Ahora bien, también incluye una ventana a las vidas privadas de unos cuantos personajes. Un ejemplo: la pareja que en la ficción forman los actores Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois.
En 120 pulsaciones por minuto la muerte está muy presente. De hecho, tiene una de las escenas de velatorio más alucinantes del cine reciente; un fragmento que hace pensar en el Maurice Pialat de La boca abierta. Este secuencia intimista y poderosísima, en la que se llora y también se ríe, resume el espíritu de toda la película. En ella, Campillo defiende con una sensibilidad exquisita el derecho a una muerte digna y, al mismo tiempo, nos cuenta que la vida y la lucha siguen.
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