Los zapatones de plataforma, las lentejuelas, los pantalones acampanados, el macarrismo de Tony Manero, el horterismo de Village People o Boney M… son muchos los estereotipos que se ciernen sobre la era de esplendor de la música disco y sobre la imagen tópica que de ella se ha prolongado en el tiempo, pero pocos son los desgloses ecuánimes y rigurosos de un fenómeno que en su momento supuso uno de los brotes más democratizadores de la música pop en sus muchas décadas de evolución.
Inicialmente auspiciado por las comunidades gay, negra, latina (e incluso italoamericanas) de grandes urbes como Nueva York, la fiebre disco se extendió como la pólvora por todo el mundo a finales de los años setenta. Y mucho antes de que sufriera su particular pandemia (los estragos del SIDA), ya había dado motivos de sobra para que los eternos puristas y salvadores de las esencias rockistas empezasen a abrir los ojos: tanto los Rolling Stones (“Miss You”, 1978), como Blondie (“Heart of Glass”, 1978), Rod Stewart (“Do ya think I’m sexy?”, 1978), Paul McCartney (“Goodnight Tonight”, 1980) o la propia generación punk (los discos de Ze Records) habían sucumbido a sus hedonistas y carnales encantos. Aunque solo fuera de forma coyuntural.
Pero la música disco, así entendida en bruto, siguió siendo vilipendiada por muchos, en sintonía con los varios miles de alcornoques que un doce de julio de 1979 se habían congregado en un estadio de béisbol de Chicago para destrozar cientos de vinilos del género, en la infausta Disco Demolition Night. Pasados los años, y sumidos como estamos en una suerte de postmodernidad en la que todos los revivals conviven revueltos al mismo tiempo, y en la que ya cualquier integrismo queda en evidencia, llegó un libro como Turn the Beat Around: The Secret History of Disco (original de 2009, publicado en castellano por Caja Negra en 2012), en el que el norteamericano Peter Shapiro trazaba un fascinante recorrido por la génesis y repercusión del estilo. Por fin, la música de Donna Summer, Giorgio Moroder, Chic o Sylvester era explicada en su contexto, desmenuzada como producto de una época, y no trivializada hasta la caricatura.
Faltaba, eso sí, un volumen que abordase aquella apasionante historia en castellano, y que además tuviera el sentido de la oportunidad de rescatar el fenómeno del eurodisco, con sus vetas española y – sobre todo – italiana (el spaghetti disco de Gazebo, Righeira o Ryan Paris, del que incluso participaron Adriano Celentano o Franco Battiato, y que tanto influyó en los primeros Pet Shop Boys), y tenía que ser Luis Lapuente quien se animase a abordarlo.
Ducho en todos y cada uno de los meandros de la música negra, el veterano periodista madrileño plasma en Historia de la música disco (Efe Eme, 2017) los muchos antecedentes y derivadas del género que entronizó la pista de baile al son de gargantas leoninas como las de Gloria Gaynor o Grace Jones, de ritmos maquinales y robotizados como los que tramaron el propio Moroder o Marc Cerrone y de la desprejuiciada orgía de vientos, cuerdas y ritmos latinos que Dr. Buzzard’s Original Savannah Band y los postreros Kid Creole and The Coconuts lograban secuenciar.
Y lo hace entendiendo que la música popular, lejos de sustentar una sucesión de tajos en su discurso, no es más que una evolución sostenida en la que determinados periodos (aquel lo fue, desde luego) se ven sacudidos por agitaciones diversas y acaban actuando como excepcionales catalizadores. Por eso sitúa en Serge Gainsbourg, en las obras de madurez de la Motown o en el sonido Philadelphia los antecedentes naturales de un estilo que luego delinearía los moldes de excepcionales gemas post disco a cargo de Madonna, Michael Jackson, Prince, Alaska y Dinarama, Pet Shop Boys, Daft Punk o hasta el David Bowie menos reivindicado. Más allá de su quinquenio de fulgor, en torno a la segunda mitad de los años setenta, la música disco extendió sus tentáculos de forma ostensible durante décadas.
Entre los muchos tópicos que desmienten las más de 300 páginas del libro, exhaustivo y de vocación casi enciclopédica, pero en absoluto farragoso (su primer capítulo, el histórico, es de una agilidad tremenda), hay uno que destaca especialmente: la reivindicación de la música disco no solo como una colección de singles de impacto, destinados a ser quemados una y otra vez en la pista de baile (es cuando se impone el disco de doce pulgadas, el maxi single, como unidad de medida para prolongar el clímax de canciones que se extendían más allá de los cinco minutos), sino como una factoría de álbumes sin apenas desperdicio, muchos de ellos desconocidos por el gran público.
Todos ellos pusieron banda sonora a unos años en los que, aunque pareciera imposible, podían hermanarse –brillante síntesis del autor– los presupuestos estéticos de Andy Warhol y la Cosa Nostra con los reclamos de dignidad racial de los Black Panthers.
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