En sus ensayos sobre política y cultura Noam Chomsky solía repetir que desde que cambió el nombre de Ministerio de la guerra por Ministerio de defensa, su país, EEUU, no había dejado de iniciar todas las guerras en las que había participado.
El uso y el abuso del eufemismo parece una constante de esas épocas especialmente injustas en las que conviene que el pueblo (una inquietante metáfora, por cierto) no calibre el peso, ni la dureza exacta de la piedra. En el contexto de la última crisis financiera, o quizás mejor, de la gestión injusta de la crisis financiera, proliferaron expresiones raras, del tipo despido en diferido, préstamos en condiciones muy favorables, desaceleración, o crecimiento económico negativo.
La impresión tranquilizadora que debía causar la eufonía de esas palabras aladas, como envueltas en nubes de algodón, debía ser afín a la que le procuraba al blade runner, Rick Deckard, saber que no mataba sino que “retiraba” a un Nexus 6.
Nótese que no es que no hubiera un rescate o que la movilidad exterior no señalara el destino especialmente duro de muchos jóvenes, obligados a emigrar para aplicar los estudios de arquitectura al diseño de los tres pisos de un sándwich del Burger King ¡qué va! Llamar servicio de información al espionaje o negar el recorte y afirmar la reforma estructural no cambia la realidad.
Puede modificar, eso sí, la percepción de la realidad.
A la gente no le importa, bueno, creo que no le debería importar, si su despido es un despido o un ajuste de personal, pues solo se trata de palabras que le llevan invariablemente del eufemismo al disfemismo más antitético (llamar oficina del paro a la oficina de empleo).
Le quedará un consuelo: todavía es peor no sufrir tortura, ni malos tratos, sino ser sometido a un interrogatorio mejorado. La historia está llena de desaparecidos, de errores y víctimas colaterales que son, en realidad, violaciones de derechos humanos, asesinatos y crímenes de guerra.
Durante el siglo XIX, por ejemplo, en vez de esclavitud en EEUU se utilizaba mucho la expresión nuestra peculiar institución; los indios o los nativos americanos (la corrección política es la prima más inteligente del eufemismo) eran reubicados, y aún hoy no se deporta a los extranjeros, sino que se utiliza el verbo to remove.
Me ha parecido entender que el eufemismo es una ave esquiva, pero pesada, que anida bien en ese tipo de instituciones fundamentadas en algún tipo de legitimidad estética u ornamental cuya urdimbre de palos y sangre se pierde en la niebla blanca del tiempo.
A menudo, me descubro parado en la calle, como pensando indistintamente en la ingenuidad proclive al vacío del eslogan y en el escudo regio de los señores de la guerra más violentos, en la leyenda de los conquistadores, en el boato de las monarquías y en la seriedad de las iglesias, por eso no me extrañó en su día que en la confluencia de ambos territorios kitsch, la Casa Real llamara cese temporal de la convivencia a la situación que mantenían la Infanta Elena y Jaime de Marichalar, tan semejante a la que había precedido a mi propio divorcio, pero tampoco me extrañó (y de esto hace menos tiempo) que algunos políticos catalanes presentaran un oportuno proceso de secesión o declaración de independencia bajo el rótulo emotivo y publicitario del derecho a decidir.
Es evidente que hay un tipo de eufemismos que no exceden el ámbito de la estrategia retórica, pero otros constituyen un auténtico marco discursivo, un esquema mental o un marco de referencia, una idea clave de la obra más conocida del investigador norteamericano de lingüística cognitiva George Lakoff, No pienses en un elefante. De acuerdo con Lakoff, los éxitos políticos de la derecha norteamericana desde los tiempos de Reagan se deben a la fina capacidad de los estrategas republicanos para activar estructuras mentales inconscientes, de esas que mueven los comportamientos de los ciudadanos, impidiéndoles incluso atender a la racionalidad de sus intereses, o a los datos de la realidad.
Lakoff escribió esto antes de que un tipo prepotente e iletrado como Trump se dedicara a denigrar alegremente a medios de comunicación con un prestigio cimentado en décadas de rigor, como The New York Times. Lo hizo antes de que en España y en Cataluña los dos partidos en el poder pusieran todo su ánimo patrio en movilizar representaciones de víctimas y verdugos, imágenes banalizadas del fascismo, pero también de la libertad, sombras chinescas de sujetos nietzcheanos y oscuros opresores cavernarios; antes también de que fuera imposible dejar de pensar ya no en un elefante sino en una ciudad tan hermosa como Barcelona y en un territorio abierto al mar, donde nacieron por azar (como se nace siempre) tantos de esos artistas y escritores que consideramos ciudadanos ilustres de la ciudad sin muros y sin torres del arte, la cultura o la novela.
Hermosos: seres pacientes
Malditas: arengas
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