Si entendemos el tiempo como algo relativo, asumiremos más fácilmente que la “Moda juvenil” ya roza la crisis de los 40, que la calle parece arder con el sol poniente desde hace más de tres décadas, que la “Negra Flor” cobra hoy su tarifa, o cotizaría si pudiera su pensión, en euros y no en pesetas de 1987, y que los críos que escribían corazones de tiza en la pared gastan ahora las tardes revisando las fotos que cuelgan sus hijas en Instagram.
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Hace apenas un cuarto de siglo que una de las más fascinantes aventuras de la música en castellano echaba el cierre con un escueto comunicado, donde figuraban las razones que les llevaban a marcharse en su mejor momento, y que podían resumirse en una: No verse capaces de mantener los estándares de calidad del producto que habían ofrecido hasta ese momento. Una simple ojeada al futuro próximo les había mostrado una banda convertida en mastodonte rendido a una mercadotecnia sin escrúpulos, que ya mostraba su patita (Nos hartamos de ver walkie-talkies en los pasillos, corbatas llenas de farlopa, sonrisas de pilladores…).
Comenzaba la primavera del año olímpico, los fastos del quinto centenario, y una exposición universal representada por un pajarraco con nariz y penacho arco iris. Mientras, Radio Futura dejaba abandonado en el escenario todo un cargamento de nostalgia.
Esta demolición controlada del edificio llevaba soterrada la génesis de nuevos proyectos por parte de sus miembros, que respondían a distintas sensibilidades musicales organizadas alrededor de una casa común, llamada por entonces Animal Tour (después Animal Musik, más tarde Nueva Sociedad Lírica, así hasta desembocar en La Huella Sonora).
Luis Auserón y Enrique Sierra, dos de las tres patas del banco, posiblemente las que mejor sustentaban aquello que habría sido Futura de haber continuado en activo, dedicaban sus mejores esfuerzos a producir a lo largo de la década una serie de trabajos tan estimables como poco reconocidos, tanto por separado como en un experimento techno con voz femenina, llamado Klub (1999), abocado rápidamente al malditismo.
Santiago Auserón, la tercera incógnita de la ecuación y abanderado e ideólogo de este aparente salto al vacío, había decidido finiquitar su banda irrepetible, mientras ayudaba a un colega talentoso necesitado de organización. Su colaboración con Kiko Veneno en Échate un cantecito (1992) tuvo como corolario la gira conjunta “Kiko Veneno y Juan Perro vienen dando el cante”, un encuentro de luminarias, donde cobró vida el alter ego con el que Auserón iba jugueteando hacía años, el don nadie conocido como Juan Perro. “Dando el cante” sirvió, entre otras cosas, como carta de presentación para unas primeras ideas aún por pulir.
Auserón llevaba años dándole vueltas al concepto escurridizo del “rock hispano” (bastardeado inmediatamente por su némesis comercial “rock latino”), que juntaba a la tradición lírica popular autóctona allende los tiempos con los ritmos afroamericanos y su continuo mestizaje sonoro. Si algo tenía claro es que una confluencia posible de estas dos vertientes pasaba por Cuba, y allá que fue a iniciar una ingente tarea de rescate y compilación de viejas composiciones soneras que dormían la muerte lenta del abandono.
Semilla del son (Animal Tour, 1992) sería el resultado remarcable, y a la postre incompleto, de estas tareas, pero cumpliría con el objetivo de poner el foco sobre unos octogenarios talentosos que el tiempo y las modas habían arrinconado como reliquias, todo esto unos años antes de ser revindicados por el proyecto Buenavista de Ry Cooder y Wim Wenders. El segundo logro, más personal, fue encontrar un primer suelo donde moverse: El son.
En 1994, el material ya estaba maduro para un nuevo viaje a Cuba, del cual surgió Raíces al viento (BMG-Ariola,1995), conjunto de canciones engañosamente sencillas que, arropadas por una banda casi completamente acústica (John Parsons, Javier Colina, Agustín Carbonell El Bola, Moisés Porro, Pancho Amat), presentaban en resumidas cuentas a un crooner sonero. Era un debut largamente esperado, pero sin dientes de sierra, que gustó por lo mismo que pudo dejar frío. El rockstar culto de los 80 se había despojado de electricidad y vestido de Compay Segundo.
Su segundo paso, La Huella Sonora (BMG, 1997), aún contenía trazas de son (el tres cubano de Pancho Amat característico de esta primera etapa seguía presente), pero los aires de la Habana ahora coqueteaban con Nueva Orleans, y los trastes de producción se habían acercado levemente al sonido Futura, un legado del que hasta entonces había sido incómodo echar mano.
El resultado mostraba un puñado de grandes hallazgos (“Obstinado en mi error”, “El papelito”, “A la media luna”) aislados en un paisaje excesivamente híbrido. Mr. Hambre (Dro-East West, 2000) redefiniría todo el proyecto musical de Juan Perro, comenzando por una banda remodelada, más rockera y eléctrica. Fue el Juan Perro más cercano estilísticamente a Radio Futura y así sonaban los singles “Charla del pescado” o “Te convierto en canción”. También supuso su pico comercial, justo en el momento en que las estructuras de la industria discográfica patria comenzaban a derrumbarse.
En Cantares de vela (Dro-East West, 2002) Auserón volvía a sorprender con un cambio de combo y de sonido, éste mucho más cercano al jazz. Su cuarto trabajo era de lo más cohesionado y maduro que había salido hasta el momento de fábrica, y también la última entrega de material original durante nueve años.
Este hiato tan activo nunca llegó a considerarse travesía por el desierto, por cuanto fue cubierto por una serie de homenajes a Futura: Un very best bastante completo (Paisajes eléctricos, BMG 2004) un disco tributo poco original (Arde la calle, BMG 2004) y un directo compuesto de clásicos propios y del grupo, realizado por Santiago y pasado por jazz con la ayuda de la Original Jazz Orquestra de Enric Palomar (2008).
Asimismo, hay que reseñar el proyecto Las malas lenguas, propuesta ambiciosa y conjunta de los Auserón de versionear una serie de sus oldies favoritos y traducirlos al castellano. Bajo el sonsonete continuo de una pronta reunión de los Futura, la iniciativa fue girando por nuestro país entre 2005 y 2007. Por el camino, dejó un vástago homónimo (Las malas lenguas, BMG 2006), y la sensación de que, incluso para un letrista tan dotado como Santiago, salvar el abismo idiomático que le separaba de los Dylan, Young, Redding o Gaye era un hueso demasiado grande.
Tras dos años de rodaje, llegaban las canciones de Río Negro (La Huella Sonora, 2011), afortunada mixtura de todas las virtudes que ya aparecían en Mr Hambre y Cantares de Vela, letras medidas, melodías adecuadas y buenos músicos para trasladarlas al escenario, con resultados tan fascinantes como en La zarabanda, espectáculo que la banda del Perro representó en 2012 homenajeando a uno de los más curiosos bailes de negros del Siglo de Oro. Tras las canciones, es el turno de los reconocimientos a una trayectoria (Premio nacional a las músicas actuales, 2011).
De entonces a ahora, el método ha vuelto a simplificarse hacia lo esencial. Es habitual en estos años verle compartir escenario únicamente con su compinche Joan Vinyals. Su último peaje, albores de 2017, responde a este proceso: El viaje (La Huella Sonora, 2016). Nueva y sabia colección de piezas a la única voz de una guitarra, creaciones a las que aún no les había llegado la hora (alguna databa de 1997) y que aquí encajan como un guante. El de su creador, 25 años al filo de la exigencia y en búsqueda constante del discurso sonoro, superando en cada trabajo las exigencias impuestas por el anterior. Un antídoto inteligente a la nostalgia.
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