Dreyer escribió que, en el cine mudo, la palabra y la imagen tienen tiempos propios. Hay un momento para cada uno. Cineasta reflexivo, cada reto teórico que se planteó, terminó resolviéndolo de manera práctica en la pantalla. Entre ellos, la cuestión de cómo filmar la palabra, piedra angular de su cine, incluso en el período mudo.
Rudzienko, de Sharon Lockhart comienza con una imagen que falta. Con el sonido de los pájaros sobre la pantalla en negro. Con la voz de unas chicas que conversan. De qué charlan, no lo sé. No hay subtítulos. Y es en polaco. Cuando la palabra hablada cesa, aparece la palabra escrita. Sobre el fondo negro, se imprime el diálogo, esta vez en inglés.
Lockhart pone en escena una serie de ejercicios, algo así como juegos, que ella misma realizó con un grupo de chicas en el centro para adolescentes de Rudzienko, en Polonia. El trabajo, el recorrido que hacen las chicas, se manifiesta en las conversaciones que mantienen entre ellas, en torno a la muerte, en torno a dios, en torno a ellas mismas. En lo dicho, se refleja una suerte de proceso terapéutico hacia el autoconocimiento.
You make down your own path, dice una de las chicas. Así, si Lunch Break y Double Tide, las dos obras maestras de Lockhart, sirven de retrato político del mundo laboral a partir de un tiempo que se explicita, Rudzienko revela cómo la chica, que vive con su condición de mujer y adolescente, encuentra su propia voz, su propio lenguaje, su propia manera de entender y de estar en el mundo (*).
Uno de los planos más hermosos de Podwórka, la anterior película de Lockhart, era el de una pelota que corría de un lado al otro del cuadro, en cada esquina hay una pared, que nos impide ver quién está lanzando el balón. La imagen resume la idea de Lockhart, fotógrafa de formación, en torno al cine, un arte capaz de aprehender el tiempo y el movimiento, y de elaborar, quizá como ningún otro, el fuera de campo. En Podwórka, había una inusual espontaneidad, a raíz, quizá, de la presencia de los niños que juegan en los patios. Rudzienko sigue este camino, explora esta misma naturalidad de los gestos.
Lockhart dice que aquellas que participan en sus películas suelen saber dónde está la cámara y qué es lo que esta muestra. Es decir, conocen los límites del plano. El cine de Lockhart versa, en cierta manera, sobre el propio encuadre. En este sentido, en Rudzienko, siempre hay elementos que esconden algo o que delimitan: es el plano general de dos chicas jugando con una cometa que, cuando vuela, sale de campo; o el muro de una casa en ruinas, cuya ventana reencuadra a un grupo de adolescentes mientras charlan.
De todas las películas de Sharon Lockhart que he visto, esta es la primera en la que la palabra ocupa un lugar central. Una se pregunta si esta es una película sobre cómo estas chicas aprenden a comunicarse o sobre cómo una cineasta ha aprendido a usar la palabra, a introducirla en la imagen. El aprendizaje, aquí, cobra un sentido dreyeriano: la de la duda teórica, cuya resolución queda expuesta en el propio filme. Esta es una película sobre la voz y sobre la palabra, que sobresale, que cobra un valor inusual en el momento en que aparece separada de la imagen.
En el plano final, el de un campo con flores violetas en primer término, hay de nuevo un fuera de campo. Todo está plácido. Es puro paisaje. Hasta que las chicas se levantan de la hierba, donde permanecían agazapadas, escondidas, y echan a correr hasta que algunas salen del cuadro. Queda el sonido vitalista de sus risas. Queda la voz.
(*) La propia Lockhart comentaba tras la proyección que el libro The Child’s Right to Respect del pedagogo polaco Janusz Korczak inspira Rudzienko. Entre los postulados de Korczak, hay una idea hermosa, la de que el niño es una persona, y no alguien que se está formando para ser persona.
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