Paseos al límite narrará una serie de errabundeos en la frontera de Valencia, que arranca en el borde noreste, con una huerta encajonada entre la autopista a Barcelona, la Universidad Politécnica y una vía férrea que le separa de Malva-rosa. ¿Hay alguien ahí? Sí, y vale la pena perderse para entender un poco las contradicciones de la tercera urbe de España. Por ahora.
Jo, qué corte. Iniciar un recorrido a pie en el camino de Vera, junto a la salida de la autopista de Valencia a Barcelona te hace preguntarte por qué diantre se eligió ese lugar para instalar un conservatorio. Pero así son los límites de la ciudad, que es de lo que va esta serie. Son fronteras que nadie ha diseñado cuidadosamente, pero también espacios con identidad propia para pasear, errabundear y perderse.
El límite de Valencia ni siquiera es igual a sí mismo. Por eso hemos decidido pasearlos en ocho trozos, siguiendo la idea del andar como práctica estética de Francesco Carreri. Escoger para ello el límite urbano de Valencia, como apuntaba Juanjo Hernández cuando me explicó la idea, está ligado a un análisis urbano y de paisaje y a una ordenación territorial pendiente. Pero aquí nos quedamos con el errabundeo como experiencia personal y su traducción en imágenes.
Al empezar a caminar un olor a abono intenso lo inunda todo. No procede de la acequia de Vera, que separa de Alboraia y Valencia, sino de la huerta, común y similar a ambos lados. Contrasta con las modernas edificaciones de la Universidad Politécnica que se suceden hasta llegar al barrio de la Malva-rosa. En lontananza, un único tractor enorme marca con su lámpara roja en alto la única luz de una mañana gris.
Dos poderes han dibujado la frontera noreste, el agrario y el académico-científico. Se tocan, pero apenas se comunican. Lo hacen al llegar a las parcelas agrícolas de la universidad, a los campos de experimentación, junto a grandes invernaderos dedicados a la investigación, accesibles desde la huerta.
La institución académica parece el borde urbano. Más que la acequia, vital para esta huerta residual encajonada, arteria imponente que baja con poca agua y sucia, de un gris verdoso claro. A uno y otro lado se suceden huertas y caseríos. Con perros que ladran al ver al paseante, el más simpático está algo afónico. Sin un trazado específico para el peatón. Con coches que parecen menos peligrosos que en la ciudad, hasta el punto de que un señor circula tranquilo en silla de ruedas por un vial. Con grullas vigilando los tractores que roturan la tierra por si sacan algo y que se largan con viento fresco al ver que no hay nada aprovechable. Con la cebolla como reina, porque es su momento.
El faro en esta costa hortícola es el caserío de la Ermita de Vera, junto a la Casa El Famós, donde hacen paella a leña desde hace más de un siglo. El encanto rural se pierde al llegar a la central eléctrica de Iberdola, que estaba ahí antes de que se hiciera el Politécnico; pero se recupera con el murmullo de un brazo de la acequia de Mestalla, una vena menor que, en cambio, lleva agua limpia y cristalina.
Al final de este errabundeo campestre y politécnico, cerca de las cocheras de la EMT avistamos una bandera pirata que preside un recinto de microhuertos urbanos. Silencio, solo interrumpido por el tren, una modesta barrera de acceso y una antena que sobresale en un cobertizo. “Es que tengo un motorcito y la hago funcionar”, explica su propietario mientras saca un cubo de tierra. Nada que ver con la huerta especializada que acabamos de dejar. Alcachofas, coles, nabos, lechugas, lechugas rizadas, col lombarda, cebollas, fresas, de todo crece en unos pocos metros cuadrados junto a una cabaña de plásticos y maderas protegida por una lona de Bancaja Habitat, como en un guiño irónico a lo que esta ciudad ha sido y es, donde, como canta Bruce Springsteen, los sueños se encuentran y se pierden.
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