Los músicos de rock han recurrido, de forma irónica o sincera, al autoodio como forma de llamar la atención. El trío barcelonés Sidonie ha sido el último en apuntarse al carro.
La autoconmiseración, la lástima para con uno mismo, siempre han sido buenos combustibles para la creación de canciones. Esa aflicción muchas veces se expresa de forma transparente, pero en otra ocasiones es la propia ironía del músico la que recurre a títulos altisonantes y negativos sobre su propia persona para promocionarse.
“I Hate Myself and Want To Die” sería el epítome de esta clase de obras, un alegato rotundo que lanzó Kurt Cobain en 1993, riéndose del estereotipo de genio atormentado que lucía en las publicaciones musicales de la época. El tiempo, desgraciadamente, acabaría por desmentir su propia chanza. No hace falta recordar cómo acabó, en gran medida por la contradicciones del éxito. Pero él mismo se empeñó en que ese fuera el escabroso título del tercer álbum de Nirvana, aunque finalmente se impusiera la opción -más convencional- de In Utero (Geffen, 1994).
La canción de marras, una cara B que no pasaría a la historia como una de las más perdurables del trío de Seattle, llegó a servir para titular un libro: Me odio y me quiero morir. Las 52 canciones mas deprimentes que nunca has escuchado, escrito por el norteamericano Tom Reynolds en 2005. También con mucho sentido del humor.
Los últimos en apuntarse a la guasa del autoflagelo han sido los barceloneses Sidonie, a quienes no se les ha ocurrido mejor título para su octavo álbum que el de El peor grupo del mundo (Sony, 2016). Con ello consiguieron hacer algo de ruido mediático, aprovechando la proverbial carencia de novedades musicales de finales del mes de agosto.
Y también que muchos de quienes habitualmente lidian con las hojas promocionales de las discográficas, generalmente henchidas de alabanzas desmedidas y paralelismos exagerados (es lo que tienen los textos promo: han de vender), se hayan divertido papeándose enterita la estupenda hoja que avanza el contenido del disco y explica -muy bien, por cierto- la elección del título.
Otro que también quiso humillarse de forma irónica ante el resto de los mortales fue Iván Ferreiro, cuando agrupó varias canciones clásicas de su discografía en torno a un álbum llamado Confesiones de un artista de mierda (Warner, 2016). El título lo extrajo de la novela homónima de Philip K. Dick, de 1959.
Unos cuantos años antes, los irrepetibles Astrud, esa banda capaz de decir en una de sus canciones más populares que todo les parecía una mierda, componían una de sus mejores melodías en torno a una historia en la que sus protagonistas asumían, sin el menor rubor, que eran directamente lo peor.
Otro clásico es el de las bandas que, más allá de reconocer sus limitaciones, sus vicios o sus ineptitudes, asumen en público que están en este negocio directamente por la pasta. Sin medias tintas. Los primeros en hacerlo fueron Frank Zappa and The Mothers of Invention, con aquel We’re Only In It For The Money (Verve, 1968), que se cachondeaba hasta del mítico Sgt Pepper’s Lonely Club Hearts Band de los Beatles (Parlophone/Capitol, 1967), tan solo un año después de su edición y sin apenas tiempo -obviamente- para gastarse esa ironía ácida tan postmoderna que hoy se le aplica a cualquier vaca sagrada del firmamento pop.
Su legado nominal lo recogieron, con bastante descaro y un puñado de efervescentes canciones, los británicos Supergrass en su segundo disco largo, aquel In It For The Money (Parlophone, 1996) que tantos buenos subidones de adrenalina nos propinó hace dos décadas.
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