Hay un tipo de rock que huele a cuco, a sobado y a lugar común. Nadie puede sacarle más jugo ya a, por ejemplo, Nights in white satin de The Moody Blues. O quizá sí. Bertrand Bonello se ríe de nuestros prejuicios.
A la espera de que se estrene la muy deseada Saint Laurent (mejor película del 2014 para Les Inrocks, ojo ahí), nuestra piel aún lleva pegado el aroma de L’apollonide (Casa de tolerancia), la anterior película de Bertrand Bonello. La mezcla de perfume barato, fluidos corporales y habitación cerrada que salía de la pantalla durante aquel film es de las que no se va ni frotando con agua hirviendo. Ese es el principal poso que dejaba la película: un recuerdo sensorial que engañaba a nuestra memoria haciéndonos creer que de verdad habíamos pisado un lupanar francés de finales del S. XIX.
El tiempo pasaba de manera extraña entre las cuatro paredes de ese burdel fin de siècle. Las manecillas del reloj avanzaban perezosas y el aire se espesaba mientras las meretrices mataban las horas a la espera de sus clientes. Este quietismo tan pictórico a veces, claro, se rompía. Entonces es cuando estas asalariadas del sexo se movían y, en una coreografía melindrosa, bailan clásicos del Soul o del rock que sonaban de manera totalmente anacrónica en la película. A veces son temas más ignotos (la maravillosa Bad Girls de Lee Moses), y otras son canciones tan archiconocidas como Nights in white satin de The Moody Blues. La canción está ya tan usada que debería estar penalizado meterla en una película (y más después de haberla sacralizado y desacralizado en The Commitments). Pero, como ya sucedía con el Whiter shade of pale de Procol Harum en Rompiendo las olas de Lars Von Trier, Bonello sabe aprovechar la belleza gastada y connotación decandente de esta música para que encaje perfectamente con sus intenciones estéticas: morosidad, sensualidad y romanticismo de mentira.
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