El segundo tercio de la Mostra de Venecia —tras un fin de semana que ha visto un incremento considerable de público en salas y en el área del festival— ofreció una serie de obras de nivel más elevado con respecto a los primeros días, dominados por la película bosnia Quo vadis, Aida.
El inicio no fue sin embargo demasiado prometedor con la correcta, pero nada trascendental película en concurso realizada por iraní Majid Majidi, director de la misma generación del más conocido Jafar Panahi. El cine de Majidi está bastante lejos del de su compatriota ya que se rige sobre modelos formales más cercanos al cine occidental y que es indicio de la intención de cierto cine iraní (siempre muy vital, a pesar de las restricciones a que está sometido) de seguir modelos diferentes.
Khorshid (Sun Children) alterna aspectos del cine neorrealista con otros de la tradición literaria de la novela dramática, con niños de dickensiana memoria como protagonistas. El guion se centra en la historia de un adolescente que vive en las calles de Teherán y, por escapar a una vida llena de travesuras, ayuda a unos delincuentes a encontrar un posible tesoro bajo el edificio de una escuela.
Las relaciones entre el niño, sus coetáneos y los adultos que rigen el instituto origina toda una serie de acontecimientos que ponen al centro la relación del niño con la colectividad en el que vive. El filme es sin duda entretenido, pero no consigue superar la barrera de la película de género, incapaz de ofrecer una lectura más profundizada de un tema como el de la infancia violada, que parece solo esbozado.
Más interesante fue, desde luego, la segunda producción norteamericana del certamen, The World to Come de la directora Mona Fastvold. Inspirado en la novela del mismo título de uno de los más interesantes escritores estadounidenses contemporáneos (Jim Shepard, autor también del guion), el largometraje se centra sobre la historia de dos mujeres, Abigail y Tallie, en el marco de la frontera americana a mediados del siglo XIX.
Una de ellas ha perdido a su hija recientemente y consigue encontrar consuelo en la amistad con su vecina, que se ha traslado con el marido a una granja cercana. Entre ellas nace una historia de amor que, si por un lado permitirá a ambas de soportar el dolor de una vida domestica angustiosa, por otro lado, será la causa de unas tensiones siempre más dramáticas con los respectivos maridos.
La fotografía cálida y muy sugestiva elegida por la directora (lograda también gracias al uso del soporte analógico) envuelve los acontecimientos en una atmósfera casi suspendida donde la naturaleza (con su hermosura, pero también su extrema dureza) acompaña de forma casi simbiótica el desarrollo y la evolución de esta peculiar relación lesbiana.
Contada casi en su totalidad con la voz narradora de Abigail, The World to Come tiene momentos más logrados que otros, pero consigue un rigor formal impecable en el que participan las valiosas actuaciones de Katherine Waterston (Abigail) y Vanessa Kirby (Tallie), por segunda vez en concurso después de Pieces of a Woman.
Todavía más interesante fue Never Gonna Snow Again firmada por la realizadora polaca Malgorzata Szumowska junto al marido, Michael Englert, autor asimismo de la fotografía. Szumowska es, sin duda, una de las figuras más relevantes e interesantes del cine polaco de los últimos veinte años, habitual ganadora de premios en Berlín y la autora del inquietante y fascinante The Other Lamb, su primera película en lengua inglesa.
La historia de Never Gonna Snow Again se centra en la figura de Zennia, un masajista ucranio que vista regularmente a unos clientes que viven dentro de un complejo residencial compuesto por chalés, todos iguales. Cada uno de ellos confía su vida al terapeuta, que así se convierte en una especie de gurú, capaz de hacer bajar las barreras de sus privacidades.
La película sigue la tendencia de cierto cine actual de contar historias basadas en microcosmos que son solo el vehículo para hacer una reflexión más general sobre la soledad de las personas que viven recluidas en casas que se hacen siempre más pequeñas; casi un presagio del encierro que hemos tenido que vivir en los últimos meses a causa de la pandemia.
La humanidad presente en Never Gonna Snow Again parece perdida dentro de un agujero negro existencial nacido dentro una sociedad víctima de un corto circuito y que confía en un “extranjero”, casi un mesías, para que este le pueda indicar una vía de salvación.
Gracias a una fotografía álgida, pero impecable y a unos planos compuestos con gran equilibrio, el filme pone continuamente el espectador frente a un mundo con elementos casi surrealista y misteriosos que cautiva en todo momento, dejando una sensación de desasosiego que, sin embargo, al final termina por ser casi catártico.
Quedándonos en el este de Europa, el certamen ofreció también la última película del veterano Andrej Konchalovsky que vuelve a Venecia después del éxito de Paradise, León de Plata en la Mostra de Venecia de 2016. Con Dear Comrades!, el director ruso cuenta la historia de las masacre de 26 ciudadanos soviéticos durante una revuelta obrera en la ciudad de Novocerkassk el 1 de junio de 1962, causada por el aumento de los precisos de los bienes de primaria subsistencia. El episodio fue ocultado por el régimen de Nikita Jrushchov y los cadáveres fueron sepultados de forma anónima por el KGB.
Konchalovsky elige contar los hechos siguiendo la historia de Ludmila, miembro del partido comunista, fanática de los ideales soviéticos y nostálgica de Stalin (interpretada magníficamente por la mujer del director, Yuliya Vysotskaya), a la búsqueda de la hija desaparecida durante la masacre. La tragedia llevará la mujer a replantearse, solo hasta cierto punto, su casi ciega confianza en el régimen dentro de una evolución de su personalidad, contada con eficacia por Konchalovsky.
Rodado en blanco y negro y en el formato 4:3, para recrear exactamente la atmósfera de la época, el filme no parece dirigido por un señor que acaba de cumplir 83 años. La frescura del ritmo narrativo, la sugestiva limpieza visual de los planos, así como la capacidad de mantener siempre elevado el interés, hacen de Dear Comrades! el enésimo testimonio del excelente momento creativo que está viviendo director ruso.
Después del León de Oro de 2013 con Sacro Gra y el Oso de Oro en Berlin con Fuocoammare, Gianfranco Rosi ha vuelto a Venecia con otro de sus peculiares documentales centrados en el análisis de las zonas de frontera, visibles e invisibles, que nos rodean. Si con Sacro Gra nos enseñaba el límite de Ciudad Eterna bloqueada fuera del anillo de autopistas que la rodea, y con Fuocoammare los vínculos del mar que impiden a hombres, mujeres y niños de tener una vida mejor, con su último largometraje nos introduce dentro de un escenario de guerra.
Notturno, tercera película italiana en concurso, es el resultado de tres años que el realizador ha pasado a escuchar y filmar historias y costumbres civiles y militares dentro de un territorio que abarca el Líbano, la Siria, Iraq y el Kurdistán. Con su mirada destacada pero tremendamente penetrante, Rosi nos lleva en un viaje donde el dolor de los niños violados en su infancia por las atrocidades perpetradas por los soldados del ISIS, se alternan con la preparación de un espectáculo dentro de un hospital psiquiátrico, la vida cotidiana de los soldados y las soldados de frontera libaneses y sobre todo la existencia de un muchacho que cotidianamente intenta buscar trabajos para sustentar su familia formada por su madre y siete hermanos pequeños.
Con imágenes de una belleza y al mismo tiempo dureza extremas, y con una narración pautada, pero inexorable que, no obstante, deja siempre libre el espectador, Rosi consigue una obra a vaces algo repetitiva, pero potente y capaz de dejar una huella y un testimonio muy importantes sobre una realidad actual lejana que no hay que olvidar.
Pocas palabras finalmente (seguimos en competición) sobre la decepcionante Laila in Haifa de Amos Gitai: realizador recurrente en la Mostra. Si su largometraje Rabin, the Last Day, presentado e Venecia en 2015, nos había convencido de la habilidad del director israelí para contar historias ancladas en hechos concretos de su tierra, con esta última película Gitai vuelve a un cine basado en la reflexión existencial de sus personajes, que tan poco éxito había tenido en obras olvidables como Tsili (2014) y A Tramway in Jerusalem (2018).
Las elucubraciones mentales de varios personajes durante una noche entera en una tasca en Haifa, con el añadido de una galería de arte, se hace insoportable ya desde los primeros minutos, proporcionando una sensación de vacío comparable solo a la vacuidad de los discursos irritantes y autorreferenciales de los actores (bastante inexpresivos) que componen el reparto.
Fuera de competición destacó One Night in Miami de la estadounidense Regina King. El filme transcurre durante la noche del 25 de febrero de 1964 y cuenta la historia del joven Cassius Clay que celebra su victoria en los pesos pesados contra Sonny Liston en un motel de Miami, acompañado por Malcolm X, el cantante Sam Cooke y el campeón de la NFL, Jim Brown.
La conversión de Clay al islam y su posterior entrada en el grupo de los Hermanos Musulmanes (del que Malcolm X se alejará al poco), así como los temas del racismo y de la segregación, con posturas diferentes entre los cuatro participantes, rigen las casi dos horas del metraje. King consigue hacernos ver desde dentro, con una visual muy enraizada en el mundo afroamericano, un argumento que todavía hoy en día esta lejos de ser resuelto. Lo hace también gracias a la notable actuación de todo el reparto, así como a un montaje siempre muy efectivo y nunca casino, pese a que gran parte del relato transcurra dentro de la habitación de un motel.
Menos interesante, aunque fascinante en lo visual, fue por lo contrario el último largometraje realizado por la directora china Ann Hui, segundo León de Oro a la carrera después del otorgado a Tilda Swinton. Love after Love, presentado fuera de concurso, se basa en la primera novela de la escritora Eileen Chang. La joven Ge Weilong deja Shanghái para ir a Hong Kong donde pide ayuda a la tía Mrs Liang que la introduce en una red de jóvenes y hombres ricos tanto fascinantes como inquietantes. La película es sin duda agradable y esta muy bien confeccionada pero no consigue ser mucho más de un refinado melodrama realizado con gran maestría, gracias también al aporte de la música de Ryuichi Sakamoto (premio Oscar por El último emperador) y la fotografía de Christopher Doyle, autor de las inolvidables atmósferas de In the Mood for Love.
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