El esperado estreno de Triangle of Sadness, de Ruben Östlund, tras The Square, nominada a los Oscar y ganadora de la Palma de Oro en Cannes 2017 -segundo premio en el festival tras ganar con Fuerza mayor (2014) en la sección Un certain regard- sigue confirmando que su objetivo es sacar los colores a los que se creen moralmente superiores a aquellos que critican o adulan. Las clases sociales o las posiciones de poder de cualquier tipo para Östlund son solo pruebas circunstanciales y estadios efímeros que nos recolocan en la pirámide de los privilegios, por nuestra capacidad económica o nuestro poder de influencia. Demostrar la fragilidad de esa posición en la escala, la volubilidad del mercado y las diferentes monedas de cambio (dinero, belleza, poder) que pueden entrar en juego, así como la debilidad de los principios que la apoyan es una tarea que informa la filmografía del director y que las tres partes de Triangle of Sadness –primera de sus películas rodada en inglés–: “Yaya & Carl”, “El yate” y “La isla”muestran con mayor o menor fortuna.
El actor, escritor y director británico Harris Dickinson interpreta al modelo Carl, quien junto a su novia, la influencer Yaya (Charlbi Dean) participa en un exclusivo crucero acompañados de multimillonarios, al que les han invitado. El primer episodio del filme, y sobre todo su arranque a modo de prólogo, es el más estilizado y focaliza la sátira en el negocio del modelaje, aludiendo a ese “triángulo de tristeza” que solo el bótox puede eliminar del entrecejo. Un desencuentro a la hora de pagar la cuenta en el restaurante derivará en una discusión que abra el foco hacia los roles tradicionales de la pareja y su asunción o ignorancia de acuerdo con la conveniencia; una vez más, se muestran los límites borrosos de los papeles que representamos, según los sentimos realmente o según se han establecido dentro de la corrección -tema central de Fuerza mayor.
Sin embargo, en la segunda parte, “El yate”, será cuando Östlund cargue las tintas en exceso a la hora de retratar a los privilegiados. La sutileza no es su fuerte, pero en el microcosmos formado por la tripulación -a expensas de los caprichos y propinas de los pasajeros-, los super ricos, la pareja de guapos y, como contrapunto, el marxista capitán del yate (Woody Harrelson), se suceden las escenas de dominación-humillación-rebeldía-contradicción, que tan solo ilustran la premisa primera, ahondando en su tesis.
La pareja de ancianos británicos que hizo su fortuna con las minas terrestres -negocio al que ellos se refieren como “ingeniería de precisión que mantiene la democracia en el mundo”-, el ruso que se enriqueció como afirma literalmente “con la mierda”, monopolizando el mercado de fertilizantes y se hace traer la nutella en helicóptero, y el resto de pasajeros son despreciados por el alcoholizado capitán, que solo cuando una tormenta sume al pasaje en un apocalipsis escatológico -extenuante también para el espectador por su excesiva prolongación- se divertirá en una batalla de citas y copas, en un duelo verbal entre marxismo y capitalismo. La metáfora excrementicia alcanza cotas hiperbólicas para regocijo de las ansias de venganza del respetable, la brocha gorda alcanza su clímax en una serie de sketches que culminan con el del regador regado, o donde las dan las toman, acabando con una selección de los pasajeros -en la que no se incluye al capitán- naufragando en una isla.
La tercera parte, la convivencia de los supervivientes, creará un inédito statu quo en el que, como es previsible, los roles se redistribuyen en un nuevo orden, tras la fugaz ilusión de igualitarismo que crea la desposesión de todos los signos exteriores de riqueza o de pertenencia a una clase, demostrando la tesis de que no es el dinero, la belleza o el poder lo que nos hace tiranos, sino nuestra propia naturaleza, que nos conduce a enriquecernos o a poseer, a poco que se le dé una oportunidad. No es lo que tenemos, sino lo que somos y nos hace servirnos de los instrumentos a nuestro alcance para someter a los otros y elevar nuestra posición. Este episodio, probablemente el de mayor potencial, nos ofrece alguna buena idea, pero en conjunto nos quedamos con la sensación de desaprovechamiento de sus posibilidades.
Östlund nos acostumbra a ser impactados con sus contrastes, utilizando imágenes y recursos narrativos que nos obligan a adquirir una nueva perspectiva sobre hechos comunes y aceptados, que con su disección revelan lo absurdo o contradictorio. Y en este sentido, lo que el director nos ofrece en Triangle of Sadness es, con alguna excepción, poco iluminador. Demasiada sal gorda y poca pimienta para un guiso comestible elaborado a partir de una receta ya tradicional. Entre Buñuel y Monty Python, a Ruben Östlund le falta mordiente.
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