La película de Asghar Farhadi Ghahreman fue presentada a competición en el 74 Festival de Cannes, tras su fallida Todos lo saben (2018) rodada en España. De vuelta a Irán, el director nos ofrece una costumbrista historia en la que una vez más el individuo se enfrenta tanto a la sociedad, y las convenciones morales, como a las normas que la rigen —ya sean las leyes y las autoridades y burócratas que las hacen cumplir. El drama del hombre bienintencionado que, tras dudarlo, devuelve a su supuesta dueña una cantidad de dinero, con la que podría haber evitado un condena de cárcel por morosidad, va cargándose de pequeños obstáculos insuperables y otros lastres de los que nunca se llega a liberar, aunque la esperanza ilumine fugazmente su calvario.
El protagonista de Ghahreman es Amir Jadidi, un conocido actor iraní en uno de sus mejores papeles, que resulta decisivo para que el film funcione más allá del reiterativo argumento, siendo el resto del elenco un excelente apoyo para esta tragedia cotidiana, en la que todas las decisiones resultan equivocadas y cualquier ayuda, nefasta. Asistimos con resignación al via crucis de Rahim pensando que ya hemos visto esta película docenas de veces y que la idea de que el dinero influya en la justicia no nos gusta ni en Irán ni en ningún otro sitio.
Sin embargo, por otra parte, el drama haitiano con trasfondo político Freda, que supone el debut en el largometraje de la directora Géssica Généus, presentado en Un certain regard, nos ha seducido con una carga de profundidad, que no escatima en azotes al establishment. Freda (Nehemie Bastien), una joven fascinante que nos gana con su inteligencia, coraje y sentido del humor, nos transmite las dificultades de vivir y progresar en uno de los países más pobres del mundo, sobre todo si eres mujer y tu lucidez no te permite resignarte a tu destino. La frescura y la agilidad de una dirección que sin arriesgar demasiado, tampoco se queda en el dramático y socorrido retrato de la joven negra, pobre y apaleada, convierte a Géssica Géneus en una directora cuya filmografía seguiremos con interés y expectación.
En un clima bien diferente se desarrollan otras dos películas en competición: Petrov’s Flu, de Kirill Serebrennikov —el director ruso acusado de malversación y condenado a dos años de prisión domiciliaria—, y Compartimento 6, de Juho Kuosmanen, una película finlandesa muy rusa. La primera nos arrastra durante dos horas y veinticinco minutos en el delirio febril que da título al filme, y que combinado con una borrachera intermitente, nos ofrece un espectáculo de imágenes y situaciones subyugante. Petrov se mueve sin cesar, física y emocionalmente, de un vehículo a otro, de una compañía que lo incita y desliza de situación en situación, a cuál más surrealista; de una época a otra, de una familia a otra, del invierno de la paternidad al invierno de la propia infancia.
La belleza de Petrov’s Flu nos subyuga, a través de sus planos secuencia, el empleo de la música y una fotografía inmersiva que nos mantiene en el terreno de lo onírico, recordado e imaginado. La última obra de Serebrennikov es un canto melancólico, de ecos profundos, entonado desde el abismo, un retorno a la vida, una reflexión visceral, si eso existe, que demuestra su valía al no ofrecer ninguna lección.
Por su parte, Compartimento 6 es una road movie ambientada en los años noventa. Una antropóloga emprende un viaje en tren para visitar unos petroglifos en Teniendo que convivir durante varios días con un joven que se dirige a trabajar en una mina. La arrogancia y falta de habilidades sociales de Vadim (Yuriy Borisov), su falta de horizontes y de educación provocan que la relación entre ambos arranque de un encontronazo frontal, aunque poco a poco, los extraños compañeros de viaje descubrirán que pueden ofrecerse el uno al otro mucho más de lo que esperaban. La relación entre ambos va creando una intimidad sorprendente y, a pesar, de encontrar el germen argumental en los primeros momentos, nos dejamos llevar con placer por la simpatía creciente que sentimos por los protagonistas, sus debilidades y la necesidad de afecto que demuestran, cada uno a su manera. La construcción de los personajes es el punto fuerte de una película intimista y hermosa, la relación es verosímil y la forma de mostrarla, los gestos, las situaciones están cargados de sinceridad y empatía hacia los dos.
Tras el valoradísimo Vals con Bashir, Ari Folman ha dirigido ¿Dónde está Ana Frank?, un filme de animación sobre la adolescente judía que antes de ser deportada en el último de los trenes con destino a Auschwitz escribió uno de los libros más vendidos de la historia. Ambientada en la época actual, la película tiene como protagonista a Kitty, la amiga imaginaria de Ana, destinataria de sus reflexiones, y que personificada a partir de las páginas del diario, ignora el destino de la joven y su familia y amigos. Su búsqueda, desde el museo que actualmente ocupa la casa en que se escondió durante dos años, alterna el presente —donde los inmigrantes que huyen de la pobreza, la violencia y la persecución también son deportados—, con flashbacks al miedo y al horror que sufrieron los judíos.
Folman se permite el recurso a la fantasía en la creación de Kitty, que se desvanece al alejarse físicamente del diario o en el dibujo de los nazis como personajes de terror, despojados de sus característicos atributos e indumentarias, para convertirlos en símbolos del mal, con largos ropajes negros, primando el concepto sobre el realismo y dotándoles de una atemporalidad coherente con el mensaje del filme. No son las personas ni los uniformes, sino las ideologías totalitarias y la insolidaridad.
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