Una de las películas más esperadas de este 72 Festival de Cannes era Beanpole, el segundo largometraje de Kantemir Balagov, cuyo debut hace dos ediciones, con Tesnota, consiguió el premio del jurado Fipresci en Un Certain Regard. En esta ocasión, el discípulo de Sokurov renueva en cierta forma el interés por el retrato de la angustia de una mujer joven, sobrevenida por el contexto social, explorando ahora las consecuencias de la guerra en una descripción sobresaliente del estrés post-traumático, como intrahistoria a años luz de la épica guerrera. Un guion minucioso, como lo es el de Beanpole, resultaba imprescindible para ejecutar un retrato de dos excombatientes que se debaten dolorosamente para afrontar con éxito el resto de sus vidas.
Balagov vuelve a abordar con inusitada perspicacia las cuestiones más íntimas, más viscerales, que tras la devastación y despersonalización —por el particular rol en la contienda que han ejercido dos jóvenes amigas— afloran inconscientemente y cuyo tratamiento consciente es premisa básica para su reconstrucción. Los personajes de Balagov son una filigrana, su consistencia y riqueza traspasan la pantalla, dejándonos una huella perturbadora que tarda en borrarse, la dramaturgia, que solo aparentemente, puede parecer desconcertante, es un tejido de precisión. La dirección de arte envuelve y vehicula su historia con una elocuente paleta cromática en rojos y verdes que reproduce visualmente el debate de la película: la vida y la muerte, el abatimiento y la esperanza, el pasado y el futuro, en una disyuntiva irreconciliable, arriesgándose a lastrar de barroquismo una historia que por sí sola no puede albergar ya más vericuetos.
El gran logro de Beanpole —que comparte y sobredimensiona en relación a Tesnota— es la creación de un código narrativo propio ajustado a su discurso, que el espectador primero capta y luego asume. Lo que en un primer momento puede parecer un tono de cierta incoherencia, por el recurso a un sentido del humor muy característico, así como el ritmo desconcertante —secuncias tan congeladas como las “ausencias” que sufre Iya (Viktoria Miroshnichenko), la espigada que da título al filme, seguidas por duelos dialécticos contundentes —como el de Masha (Vasilisa Perelygina) con su futura suegra— o giros de guion, no es más que una sintaxis a medida de la que se sirve Balagov con un resultado irregular, pero que acaba funcionando.
Otra de las virtudes del director es el mimo por los secundarios en la red que conecta a sus protagonistas con adversarios o facilitadores, que en Beanpole brillan con luz propia. La solidaridad, la resignación y las diferentes formas de afrontar distintos grados de devastación impregnan la férrea relación en la pareja de amigas, que halla en la complicidad sin reservas la única arma para sobrevivir. es la que conforma literalmente una película que merece ser tenida en cuenta en el palmarés. El talento del joven Balagov (27 años) se ha reafirmado en la Croisette, que dedicó una larga ovación en pie a quien se ha consolidado como el nuevo joven prodigio del cine europeo, cuya nueva película tiene muchas bazas para triunfar.
Más dolor, dificultades, desesperanza y canibalismo económico, en la última película de Ken Loach. Sorry, We Missed You es la historia de un pareja con dos hijos, que en Newcastle lucha por sobrevivir, educar a sus hijos y mantener su humanidad en un mundo muy cruel. A lo largo de su filmografía e innumerables veces, como esta, el director ha contado con un guion de Paul Laverty para instalar a sus deshauciados en los más terribles contextos económicos del primer mundo. La tecnología ha contribuido, en su faceta más usual y salvaje, a la esclavitud y explotación de los trabajadores, a su control sofisticado, siempre en la línea de un discurso cosmético, que se ampara en la verborrea new age y el eufemismo de marketing para perfeccionar la dominación.
Vivir en una familia que se comunica por mensajes y solo se reúne a la hora de dormir, trabajar 14 horas siete días a la semana y enfrentarse a las torturas que el mercado laboral no deja de innovar, son algunos de los elementos argumentales que vehiculan la historia de Rick, un falso autónomo que recorre las calles desesperadamente con su furgoneta. Loach sigue retratando la crueldad del capitalismo despiadado, como un atisbo extendido en la vida de los otros que no tiene principio ni final, como él afirma: la clase media habla de equilibrar la vida y el trabajo, mientras que la clase obrera está atascada en la necesidad. No serán pocos los espectadores que se reflejarán en esas vidas bajo aplastante presión deshumanizadora, que ya definieran los tiempos modernos según el gran Chaplin, en el caso hipotético de que ocuparan la butaca del cine y no la pantalla.
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